Quinquela cierra el capítulo de sus Memorias dedicado a narrar las experiencias -personales y artísticas- vividas en el primer país al que llega en esa década de viajes trasatlánticos curiosamente (curiosamente?) coincidentes con el esplendor político del líder radical Marcelo Torcuato de Alvear, expresando con sincero agradecimiento la fortuna económica que acompañó a su exposición en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, acontecimiento de tal magnitud, que le permitió poco después de su regreso a Buenos Aires, adquirir la casa propia en el barrio boquense. “…La compra la hice con el dinero que gane en España. Aquella casa era un regalo que España me había hecho a mi…Desde entonces pude decir, con todo fundamento, que nuestra casa era en verdad, la casa de España”.
Un halo de misteriosas casualidades entreteje con hilos de oro el destino del artista desde sus 26 años.
En el año 1916 un periodista de la revista Fray Mocho, de Buenos Aires llamado Ernesto Marchese lo descubrió “una mañana opaca, en que la lluvia estaba al caer peregrinando por La Boca” mientras pintaba, casi con frenesí, en la proa de un velero
Dice el periodista de marras con notable acierto que “…aquello no eran pintar, era un afiebrado arrojar colores y más colores sobre un cartón…que bien pronto adquirían forma y cierta concordancia, grotesca casi, para formar enseguida un cuadro de una belleza sorprendente, insospechable en un rincón gris y sucio del Riachuelo”.
Algún tiempo después de tal descubrimiento periodístico, una tarde en que se encontraba pintando junto a un colega, apareció en la escena una figura artística de gran prestigio en el campo del arte nacional; nada menos que el Director de la Academia de Bellas Artes, Pio Collivadino, que cada tanto, solía plantar su caballete en las orillas del Riachuelo para realizar alguna mancha.
Al descubrir el cuadro que estaba pintando el joven desconocido, el gran maestro quedó sorprendido por su estilo poco académico, contenido matérico y facilidad de resolución, características que lo llevaron a interesarse más sobre él extraño y desconocido pintor;
“¿Ud quién es?, preguntó”… “¿A qué se dedica”?..”¿Quién le enseñó a pintar?", agregando finalmente…
Tiene Ud mucha obra hecha?
Cuando el joven le expresó que sí, sin más trámites, Collivadino le manifestó con presteza “Me interesaría ver los cuadros que tiene Ud. en su casa”, palabras que al ser oídas por Quinquela provocaron la inmediata invitación para dirigirse al humilde domicilio situado en la cercanía portuaria.
Ya ubicados en el altillo de la carbonería donde tenía su estudio, Collivadino comenzó a recorrer con sumo interés los trabajos que el joven carbonero le iba acercando y después de haberlos observado en su totalidad, el exigente maestro le manifestó con toda convicción; “Usted puede ser el pintor de La Boca y su puerto”, y después de dirigir su vista a una obra que le llamó su atención en particular agregó “Aquí hay ambiente, carácter, fuerza. Y además una personalidad original; un modo distinto de ver y de pintar”.
Debo agregar que si bien nos encontramos en el año 1916, la descripción que traza el periodista de Fray Mocho acerca del modo de pintar que mostraba el joven carbonero sentado sobre la proa del velero, sumado al encomiástico juicio artístico que emitió el Director de la Academia Nacional de Artes mientras recorría una y otra vez con fruición los cuadros que le acercaba el joven desconocido, constituyen la síntesis perfecta de lo que fue el arte pictórico del mejor Quinquela. Todos los volúmenes que vinieron después, no fueron nada más que una adición de datos al pie de página.
Tanto lo impresionó el arte del entonces Chinchella al citado Director, que llegó a confesarle al secretario de la institución, el pintor Eduardo Taladrid, un juicio tan contundente como el que sigue; “Créame que después de haber visto a este muchacho, me siento tan avergonzado que no volveré jamás a pintar motivos de La Boca”.
El asombro de Collivadino despertó al mismo tiempo el interés de dicho secretario, que sintió curiosidad por “conocerlo también y apreciar personalmente su obra”, por lo que “al cabo de una semana o dos” apareció por la carbonería de sus padres.
Después de corroborar con sus propios ojos que el gran maestro nada exageraba, le aconsejó que “pintara cuadros de mayor tamaño, en la seguridad, decía él, de que serán de mayor efecto en la exposición”
Quinquela intrigado le preguntó de qué exposición hablaba y el visitante le respondió “de la suya…de cuál va a ser!”
En sus Memorias, Quinquela describe los hechos que siguieron a aquel diálogo. “Taladrid vino de nuevo a buscarme (al otro día) y fuimos juntos a la casa de Pinard Coster, donde me presentó al gerente… recomendándole que me proporcionara, bajo su responsabilidad, todos los elementos necesarios para que yo pudiera trabajar.
No puedo calcular ahora cuantos metros de tela y cuantas docenas de pomos de pintura me llevé. Lo único que recuerdo es que durante más de un año me la pasé pintando de la mañana a la noche”.
La extensa cita que precede estas líneas, se justifica porque ya a esa altura, revela claramente la existencia de una especie de “mano invisible” que preside los pasos del joven carbonero. Sin embargo, esa no fue más que una de las primeras manifestaciones de tal mano invisible… Habrá más…muchas más… hasta los finales de la siguiente década.
Promediando la primavera del año 1918, Chinchella realizó su primera gran exposición en una de las salas más acreditadas de Buenos Aires; la Galería Witcomb, situada por entonces en la calle Florida N° 364.
La muestra fue acompañada de una gran campaña de publicidad institucional resultó un éxito rotundo.
Quinquela trazó en sus Memorias una precisa descripción de lo que fueron aquellos días liminares. “El (Taladrid) se ocupó de todo lo concerniente a mi exposición en Witcomb. Lo único que yo hice fue pintar los cuadros”, pues él mismo “se encargó de enmarcarlos”. Al año siguiente el mismo “promotor”, gestionó a través de la “Sociedad de Damas de Beneficencia de la Capital” que “un hijo del pueblo (expusiera) en los salones del Jockey Club” y de ese modo el modesto carbonero colgó sus cuadros en el reducto social más sofisticado de Buenos Aires.
Llegado el año 1920, saldrá por primera vez de Buenos Aires, viajando en avión (es el primer pintor en hacerlo!) a la localidad bonaerense de Mar del Plata, donde habrá de exponer en la sucursal abierta en el lugar por la legendaria Galería Witcomb.
Cuando regresó de Mar del Plata empezará a preparar su “primera salida al extranjero”. El propio Quinquela lo definirá con precisión en sus Memorias; “el carbonero de La Boca ya había empezado a levantar vuelo”…
Efectivamente… levantaría mucho más vuelo, sobre todo a partir del año 1922, cuando en sus finales viaja a España.
Entre tanto, en noviembre del año 1920, junto a su nuevo amigo Eduardo Taladrid, que por ese entonces, más que secretario de la Academia de Bellas Artes, parecía serlo suyo propio, parte hacia Brasil, donde expondrá al año siguiente en la Escuela Nacional de Bellas Artes, teniendo la “fortuna” de contar con la presencia del presidente de Los Estados Unidos del Brasil, doctor
Epitacio Pessoa, que se hizo presente “junto al ministro de Relaciones Exteriores y de otras altas personalidades del gobierno” (¿?).
Al lector le parecerá quizás que existen exageradas apreciaciones en el relato que antecede, pero no existe el mínimo viso de ello.
Se trata de los hechos concretos, tales como le sucedieron a un muchacho huérfano adoptado por una familia proletaria compuesta por un inmigrante genovés y una descendiente indígena entrerriana, que trabajaba descargando y vendiendo carbón en el puerto boquense, hasta que un día milagroso de 1916 se desencadenaron sucesos orquestados por el “misterio”, que poco más de seis años más tarde, impulsaron una carrera triunfal de artista plástico que adquiriría dimensión internacional y celebridad.
Con ese “equipaje” Qinquela se embarcó en noviembre del año 22 rumbo a España teniendo como destino la ciudad de Barcelona.
Portaba además “el título de canciller del consulado argentino en Madrid, que le aseguraba un sueldo “de trescientos pesos mensuales y mi correspondiente pasaje y pasaporte diplomáticos”. El hombre de la mano invisible lo era cada vez menos; …a esa altura se encontraba sentado en el sillón que ocupa el presidente del país!
Dos o tres días más tarde, llegado a Madrid, debía comenzar sus tareas laborales en el Consulado. Al presentar su acreditación ante el Cónsul de nuestro país en el lugar, aparecieron los primeros nubarrones.
El titular a cargo del Consulado, Eduardo Schiaffino era un hombre de la alta cultura, de gran prestigio en el ámbito nacional.
Además de crítico de arte, pintor de nota, periodista e historiador, había sido, en los finales del siglo anterior, el primer director del Museo Nacional de Bellas Artes.
También formaba parte de la selecta Sociedad Estímulo de Bellas Artes (SEBA), institución fundacional en la enseñanza artística dentro del país, que representaba la mirada oficial del arte académico metropolitano, lo que era como decir que concebía el arte de un modo que se encontraba en las antípodas de Quinquela.
Por ello no tardaría en producirse entre ambos, poco después, un conflicto que crecía en intensidad a medida que se acercaba el momento en que debía elegirse a la persona encargada de la redacción del catálogo que acompañaría la apertura de la exposición en Madrid al año siguiente
A decir verdad, podría haberlo provocado cualquiera otra razón, porque eran muchas las que constituían motivos de confrontación.
Más allá de este conflicto latente, se encontraba muy a gusto en el rico mundillo cultural y artístico madrileño.
Al llegar Quinquela al Consulado tuvo la suerte de encontrarse con un buen pintor porteño llamado Ernesto Riccio, que simpatizó con él y lo fue introduciendo rápidamente en el mundo de las peñas y cafés madrileños.
Otro tanto sucedió con Alberto Ghiraldo, compañero de andanzas en el barrio marinero en los tiempos en que ambos compartían con distintos matices “las ideas revulsivas” (el anarquismo y/o el socialismo), que dominaban el ambiente del lugar en los comienzos del nuevo siglo. De ese modo, mientras aguardaba la inauguración de su muestra, se adentraba en el mundillo de la intelectualidad hispana y compartía las veladas que se celebraban en los cafés más renombrados de aquella época, tales como el Gato Negro, Goya, Molinero, Fornos, Pombo y otros centros tertulianos de Madrid .
Conoció en ellos a Jacinto Benavente, Eduardo y Rafael Marquina, a los hermanos Machado (Antonio y Manuel), a Santiago Ramón y Cajal, a Ignacio Zuloaga, a Gutiérrez Solana, a Ramón Pérez de Ayala, entre otros grandes intelectuales y artistas.
También reencontró a Julio Romero de Torres, a quien había conocido en Buenos Aires. El escultor Mariano Benlliure lo acercó incluso al palacio de la infanta Isabel, que posteriormente concurriría a la inauguración del Círculo de Bellas Artes.
Poco después, (oh! misterio!) -nadie explica cómo llegó hasta esas alturas- fue presentado al rey Alfonso XIII en el Círculo de Bellas Artes, en un encuentro que el propio Quinquela definió como “protocolar, y en que apenas tuvimos tiempo de cambiar cuatro palabras”. A la semana siguiente volvió a cruzar con el monarca mientras visitaba el palacio real, ocasión en “que me recibió campechanamente en su despacho particular”.
A esa altura, en relación a su exposición, “la sangre había llegado al río” y ya no era canciller del consulado argentino de Madrid.
El conflicto que se había suscitado con Schiaffino en el momento mismo en que se conocieron y se agudizó a propósito de la elección del autor del texto del catálogo de la muestra, a la postre, hizo eclosión.
La disputa fue tan seria que el cónsul, tan dado por educación a respetar las formas, en este caso no se haría presente el día de la inauguración de la muestra.
Quinquela se lo había prometido a Alberto Ghiraldo desde tiempo atrás y aunque Schiaffino, habituado a los protocolos y formalidades diplomáticas, consideró que correspondía le fuere asignado a un intelectual español, proponiendo al escritor Rafael Marquina para realizar tal menester, no logró torcer la voluntad de Quinquela.
La discusión entre ambos subió de tono, se intercambiaron gritos y “hasta creo que nos dijimos cosas fuertes”, según lo declaró el propio Quinquela.
A raíz de la decisión adoptada, perdió su puesto de canciller y “los trescientos pesos de sueldo que me pagaba el gobierno argentino”, según lo recuerda en sus Memorias.
Finalmente la tan esperada exposición se inauguró el 12 de abril del año 1923. Para Quinquela fue un éxito de público, crítica y ”pesetas”.
Sus amigos presentes, todos ellos artistas españoles, en tono de broma solían decirle “oye, tu; ¿es que has venido a España a hacer la América?.
Te vas a llevar todas las pesetas circulantes…”
Concurrieron a la inauguración muchas figuras de alta condición social y no faltaban los duques y marqueses.
Quinquela en sus recuerdos se jacta del nivel de algunos concurrentes.
“Entre los altos personajes que conocí están mis amigos el duque de Almenara Alta y el marqués de la Torrecilla. Con ellos fui una vez a una fiesta en el palacio de Medinaceli”(¿?) En casi tres semanas que estuvo abierta al público la exposición, el joven artista vendió 20 obras, según lo informaron las crónicas.
Dos de ellas fueron adquiridas nada menos que por el Museo de Arte Moderno de Madrid. Lo cierto es que ese viaje inaugural, que se completó más tarde con exposiciones en París (1925). Nueva York (1927), Cuba (1927), Italia (1929) e Inglaterra (1930), fue el más extenso que realizó a lo largo de toda la década, que culminó con su visita a Londres.
Lo refleja la extensión que dedica en sus Memorias a describir las múltiples experiencias vividas en aquel país.
Oigámoslo; “Mi permanencia en España se prolongó durante un largo año, y no terminaría nunca de hablar de aquel viaje.”
Como traté de mostrarlo morosamente en las líneas iniciales de esta nota, Quinquela, abrigado por la mano amparadora de una estrella que a lo largo de la década y no más allá de su límite, con su bastón presidencial guió sus pasos, -me estoy refiriendo al presidente de la Nación, Marcelo Torcuato de Alvear-mediante el arte, hizo el milagro…
El humilde carbonero, hijo adoptivo de una familia proletaria, que llegó a España a mostrar sin complejos mediante su arte impresionista el peculiar mundo de trabajo nacido en un puerto situado en el sur de Buenos Aires, llamado La Boca del Riachuelo, regresó a su barrio con la felicidad de traer consigo la casa de España en sus bolsillos.