Sobre dogmas y consignas

Tan vital. Tan imparable

No es infrecuente que la lectura de la obra de un autor, mejor dicho, la emoción que en ti origina, marque tus deseos y aun actos. Eso causó mis viajes a China, Roma, Turquía, Túnez, o, en este caso, a Costa Rica. Me llamaba, por leído, aquello que encontré: El bravo Pacífico. La bullanga de los monos. Los mapaches de manos infantiles. La alta mansedumbre de las ceibas. La lenta e indiferente iguana que pasa por tu lado. El increíble río Celeste -tan celeste- brotando en catarata caliente del volcán. Sin embargo, nada, nadie, me había preparado para la grandiosa potestad de una noche de tormenta en la selva.                                                                                        

Así que recientemente fui hasta Tortugueros a pasar unos días en una cabaña preciosa en plena selva. La bienvenida de la naturaleza fue más que espectacular. Cuando llegué, el día era aún denso y luminoso, con un calor plomizo que te hacía caminar despacio añorando una ducha. Añorando la noche que tendría que traernos un frescor que nos permitiera dormir. Sin embargo el termómetro no bajaba hasta que hacia las dos de la mañana un rugido inmenso lo invadió todo. El cielo se abrió de un solo tajo y dejó caer de golpe un agua contenida que parecía de mares y de siglos. Era tan asombrosamente hermoso que salí del porche y me quedé allí, bajo su poder, quieta, estremecida, con la ropa y el pelo empapados, entre el glorioso crepitar del cielo y de la tierra. Ante mi asombro, sobre el sonar frenético de aquellas furiosas lanzas de cristal cálido, se elevaba imparable un frotar de élitros, un gorjeo de gargantas, un trinar de picos y el misterioso sonar de alguna voz imposible que tendían un puente de vida sobre aquella desolación anegada. Y en contraposición a nuestros rayos que rasgan en dos la noche y te invade bajo ellos la sensación de que la oscuridad quedará ya rota para siempre, allí eran de una lenta luz de foco, acristalada y blanca, casi sin matices, que otorgaban a las hojas de los árboles y a las paredes ocultas por la fronda, unas sombras temblorosas, dulces, azules y fugaces. Los truenos, solemnes y sin acritud, con sus bordes redondeados, rodaban larga, concienzudamente, atravesando aquel templo de agua pero sin conseguir apagar el fragor vivo de la noche. El agua, cristal o luz, brillaba sobre las plantas, sobre el suelo. Sobre el aire y los sonidos. La noche era su dominio, su reino total e indiscutible. Era una apoteosis de belleza tan gloriosa, tan magnífica, que parecía casi insoportable.

Nunca durante el día el entorno fue tan vital, tan imparable, tan lleno de matices. Nunca el mundo fue tan fluido y pujante. Era el imperio del agua, pero aún sobre ella, emergía el imperio del sonido, la glorificación del oído atento. Era algo telúrico, excesivo; terrible por intenso. Sentí entonces que podría en cualquier momento disolverme en aquel agua antigua y eterna que volvería a caer en un ciclo total a través del que también yo regresaría de nuevo a la noche y a la tierra. Al sonido total. Y a la vida triunfante.