Memorias de un niño de la posguerra

El crepúsculo de los colilleros

Entre mis recuerdos de mi infancia en la posguerra, figuran viejos oficios que han ido desapareciendo con la llegada de la tecnología, y otras actividades que no llegaban a la hermosa calificación de oficios, pero que sirvieron en esa dura etapa para conseguir algún dinero en aquellos momentos difíciles. Entre ellos vienen a mi memoria los denominados “colilleros”.

Eran los años del racionamiento. Estaban racionados productos básicos, como el pan, y otros menos básicos, como el tabaco. Todos ellos necesitados de las denominadas “cartillas de racionamiento”, provistas de los correspondientes cupones. En el caso del pan, había barras de primera, de segunda y de tercera, según el número de miembros de la familia. El tabaco necesitaba que el titular fuera mayor de edad, y   facilitaban unos cupones que había que cambiar por tabaco en los estancos. Tanto el pan como el tabaco dejaban entonces mucho que desear. El pan era negruzco. El denominado “pan blanco” estaba destinado a los estraperlistas. En cuanto al tabaco, iba acompañado de unas pequeñas pero perceptibles estaquillas, que había que apartar en una actividad similar a la que se producía al limpiar las lentejas.

Yo era el encargado de acudir a los estancos provisto de las cartillas de fumador de mi padre, un lejano y anciano pariente, que no fumaba, y  del empleado de la tienda de flores que regentaban mi madre y mis tías, y que tampoco tenía el vicio.  Pese a multiplicar por tres, a mi padre  apenas si le llegaban para unos pocos días, y había que procurarse más tabaco por el procedimiento del estraperlo, tan frecuente en aquellos tiempos. La mayor parte del tabaco que se fumaba entonces era negro. El rubio quedaba reservado a los suministrados por estraperlistas para los “snobs” y las mujeres. Para los más fumadores, con menos posibilidades, estaba el tabaco procedente de las colillas. Y aquí entran en juego los colilleros.

Rescatar el tabaco prácticamente consumido del suelo tenía poca gracia. En cambio, la obtención de colillas de las vías del Metro era algo que se aproximaba al arte. Cuando los vagones del Metro se aproximaban a la estación ( entonces se podía fumar en los andenes), los fumadores lanzaban los pitillos sin terminar a las vías. Era el momento de los colilleros, que llevaban una caja de betún abierta, con un largo cordel que se anudaba al dedo. El colillero apuntaba, lanzaba el betún, daba en el blanco,y, con un hábil movimiento, recuperaba y guardaba la colilla ante la admiración de los presentes. Yo quedaba asombrado y quedaba con ganas de aplaudir.

El colillero lavaba el tabaco obtenido, y los vendía a bajo precio. Los colilleros perdieron su razón de ser con la aparición del tabaco emboquillado, que no dejaba restos. Pero estoy seguro de que aprovecharían su habilidad en otros menesteres.

En  todo esto pienso ahora cuando espero la llegada de los trenes del Metro, convertidos ya, para nuestra salud, en espacios sin humo.