Memorias de un niño de posguerra

Viejos oficios en trance de desaparición: los zapateros remendones

Con el transcurso del tiempo, hay viejos oficios que han desaparecido, engullidos por las nuevas tecnologías, y otros que han ido perdiendo su tradición artesana, con la llegada de máquinas que han sustituido la mano de obra humana. Entre los primeros, el castizo y zarzuelero cajista de imprenta. Y de los segundos destaca el humilde y entonces imprescindible zapatero remendón.

En la historia del hotelito de la calle de don Ramón de la Cruz que edificó mi bisabuela, la gran actriz Balbina Valverde en 1873, y que se mantuvo durante noventa años hasta el verano de 1963, en que se vendió para convertirse en un edificio de siete plantas, sólo hubo dos porteros que alternaban su trabajo con el de zapateros. Al primero, Higinio, no llegué a conocerle, pues murió antes de que yo naciera. Se conserva una fotografía suya en la puerta del jardín, con  unos hermosos bigotes, y un rostro que correspondía a su condición de buena persona. La portería-zapatería, ocupaba a los dos pabellones, a derecha e izquierda de la casa, que habían sido construidos para servir de cobijo a los coches (de caballos, por supuesto), y que con el paso de los años uno se dedicó a una tienda de plantas y flores, en la que se alternaban mi madre y mis tres tías, y el otro se dedicó a servir de portería y arreglar medias suelas y tacones a los vecinos del barrio.

Cuando Higinio agonizaba, llamó a mi padre para decirle que se marchaba de este mundo sin  pagar una deuda de catorce duros. Mi padre le respondió que no se preocupara, que él se ocuparía de saldar esa deuda, y podía morir tranquilo. Al frente de la zapatería y de las funciones de portero le sustituyó Bernardo, que había sido aprendiz de Higinio, y tenía respeto reverencial y verdadero afecto a su maestro.

En mi infancia pasé largas horas en la zapatería, que se dividía en dos estancias, y a través de una escalera desde el jardín se subía, al igual que en el otro pabellón, a una especie de mini-piso que creo que no se utilizó nunca, con cocina, retrete y lavabo, un dormitorio y un salón con cristalera que daba a la calle.

La zapatería tenía una parte delantera con un mostrador en forma de L invertida, tras el que trabajaba Bernardo teniendo a su lado a un compañero de  fatigas en la guerra civil llamado Mariano, que renqueaba con una bota ortopédica, y que merece un capítulo aparte, y cuando se estableció por su cuenta porque vivía lejos, en Villaverde, entró como aprendiz un joven pequeño y menudo, Ángel Blas Heredia, con el que acompañado por el aprendiz de la tienda de flores, Isidro García García, jugábamos al fútbol en sus descansos para comer antes de abrir por la tarde. Con ellos y Pedro, hermano de Isidro,y tras el permiso de mi madre, asistí por primera vez a un partido en Chamartín entre el Madrid y el entonces Atlético Aviación que ganaron los blancos, donde vi a jugar a Jesús Alonso, uno de mis ídolos, y en el Atlético un joven que sería figura, Escudero.

En las paredes de la zapatería, un calendario y un letrero que decía: “Las composturas caducan a los tres meses. No se fía”. Ver trabajar a Bernardo era un espectáculo. Yo observaba, admirado, como se metía en la boca un puñado de clavos que iba sacando, uno a uno, para fijar las medias suelas.

Bernardo murió en 1957, a los cincuenta y un años, por una afección al hígado. Su recuerdo permanece inolvidable en mi memoria, como digno representante de un ilustre e histórico gremio, el de los zapateros remendones.

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