Cápsulas viajeras

Una corta, pero deliciosa estadía

Una felicidad especial me embargó cuando aterricé en Kuala Lumpur, la capital de Malasia, donde me quedé unos días para poder admirar su belleza. De golpe, me quedé perplejo al ver las Torres Petronas, que tienen cerca de 452 metros de altura con un diseño que intentó evocar motivos tradicionales del arte islámico. Esa fue la primera vez que vi con mis ojos la modernidad de las grandes ciudades asiáticas; modernas construcciones que iluminan el horizonte. Además, es una metrópoli: aunque en Malasia la religión oficial es el islam, en Kuala Lumpur, chinos, cristianos, hinduistas y budistas conviven sin ningún problema. 

Luego visité la vecina ciudad de Malaka, dominada por portugueses, holandeses y británicos sucesivamente; esta ciudad me dejó prendido, es un lugar al que no puedes ser indiferente. Es una ciudad vestida de color, donde los rickshaws, decorados con guirnaldas de flores y estrambóticas formas de mariposas, abejas y gusanos, se amontonan en la plaza roja, entre el murmullo de la gente. En el centro de esta plaza hay una fuente construida por los británicos, dedicada a la reina Victoria; al lado, la vieja torre del reloj se levanta imponente, junto a un gran árbol, y al fondo está la iglesia anglicana de cristo y el antiguo ayuntamiento o casa del gobernador. Los edificios de tonalidad roja se funden entre sí para dar esa identidad holandesa a la plaza, tan perfectamente ordenada, con un pequeño parque público, la rotonda para vehículos y los jardines. Pero todo este cuadro es solo una parte de la ciudad, basta caminar hasta el centro de Chinatown, para ver las típicas casas chino-malayas, de peranakans o descendientes de los comerciantes inmigrantes chinos que llegaron al archipiélago malayo. Cuando paseé bajo los arcos de sus galerías, frente a sus casas, con negocios familiares en la planta baja y vivienda en el segundo piso, me sentí envuelto en voces que no entendía, supe que estos lugares conservaban la influencia china, su sentido de comunidad. 

Los días en Malaka pasaron rápido. Los fines de semana se montaba un mercado callejero lleno de puestos de comida en los cuales probé brochetas de carne marinada en especias, satay, todas delicias que me abrían el apetito y me unían a todas aquellas gentes. Del mismo modo, se sentaban en las mesas redondas a comer satay chelou. Toda esa variedad de pinchos de carne, vegetales o mariscos semicrudos, se meten en una especie de bol hirviendo para empaparse de una salsa picante de cacahuate. 

En las horas del mediodía, bochornosas hasta el hastío, me olvidaba de todo porque era el inicio de mi hora feliz: iba a las calles a buscar esas ollas gigantes y pedía un plato de laksa, sopa de fideos con caldo de pescado o coco y un toque de condimento picante. No sé qué tenía el sudeste asiático, pero allí la comida se imponía sobre las demás cosas. Al mismo tiempo, por toda la ciudad se podía gozar de la diversidad cultural; en una misma calle podía encontrar un templo hindú, otro de culto para los budistas y una mezquita, y toda esa amalgama de aromas, comidas, culturas, colores, personas.