El Jardín del Edén

La ruleta rusa

El 7 de septiembre de 1640, los representantes de la Generalidad de Cataluña firmaron con el Cardenal Richelieu, Primer Ministro de Francia, el denominado “Pacto de Céret”. Por este pacto, Cataluña se convertiría en una República bajo la protección de Francia, de quien recibiría apoyo militar para independizarse. Sin restar importancia a las posibles causas que desencadenaron la búsqueda de este pacto, como por ejemplo la “Unión de Armas” de Olivares, ahora puede resultar interesante revisar sus consecuencias por su sorprendente actualidad:

La primera y obvia fue el terrible sufrimiento que los habitantes de Cataluña tuvieron que cargar durante años al convertir su territorio en campo de batalla. La segunda, menos obvia pero aleccionadora, que la nonata república se convirtió en realidad en otra dependencia francesa, en la que simplemente se sustituyó a Felipe IV por Luis XIII como Conde de Barcelona, y en la que las tropas francesas se revelaron como auténticas tropas de ocupación, de tal modo que la población terminó anhelando retornar a la lealtad al monarca Habsburgo.

Los procesos sociales son esencialmente complejos y una vez puestos en marcha no es posible simplemente desandarlos, por lo que una vez fijado por Francia el objetivo y bajo la hábil dirección de sus ministros Richelieu y Mazarino, no quiso soltar su presa y continuó la guerra durante veinte años, hasta que en 1659 España no solamente perdía el Rosellón y la Cerdaña –entre ellos el propio Céret-, sino otros territorios al norte, en el Flandes español.

Pero eso no fue todo, el debilitamiento provocado en la monarquía hispana y la dispersión de sus fuerzas no ayudó en otros conflictos abiertos: la guerra de los treinta años en Centroeuropa y la guerra de secesión en Portugal, con el resultado de la pérdida definitiva del reino portugués y la irrelevancia en Centroeuropa tras la Paz de Westfalia de 1648, que España tuvo que aceptar tras el agotamiento de sus recursos y derrotas militares como la de Rocroi. Un ambicioso Luis XIV no cejó hasta conseguir que España le cediera el Franco-Condado y más territorios en Flandes, convirtiéndose en el nuevo árbitro de Europa a costa de ensombrecer a España.

La situación llegó a tal punto que Carlos II, falto de un vástago propio, prefirió dejar el trono en herencia al nieto de Luis XIV y bisnieto de Felipe IV (el futuro Felipe V), ya que el Rey Sol era percibido como el único con suficiente fuerza para mantener unidos el resto de los territorios hispanos. Aunque la idea era esencialmente correcta, eso no impidió una larga guerra de Sucesión, entre cuyos episodios está la entrada triunfante de las tropas de Felipe V en 1714 en Barcelona, que paradójicamente se había alineado con el pretendiente austracista en vez de con el descendiente de Luis XIII, a quien se había entregado setenta años antes. 

Podemos estudiar la Historia y atisbar a comprenderla, pero juzgarla es un deporte de riesgo por lo mucho que ignoramos. No creo por tanto que tenga sentido plantearse si personajes como Pau Claris o Francesc de Tamarit incurrieron o no en Alta Traición cuando -va a hacer 400 años- buscaron la alianza de una potencia extranjera para independizarse de España. Lo que sí parece deducirse es que despertaron un monstruo que los devoró y se llevó por delante muchas otras cosas. Tal vez la lección nos pueda venir desde la Comisión Europea, que en relación a inquietantes rumores sobre la posible conexión rusa de Puigdemont nos alerta: “hay puertas a las que no se puede llamar, ni en broma”.