Tinta en la torre

Un Pereirano en Vietnam

“Bienvenido al exilio de los libros”, le escribió Alberto Donadio en la dedicatoria de su obra Banqueros al Banquillo a Juan José Hoyos. Era el año de 1983. Colombia vivía la crisis bancaria más grande en su historia financiera, y ambos periodistas padecían en silencio la censura y las cortapisas a su ejercicio periodístico por parte de Enrique Santos Castillo, director del periódico El Tiempo. El primero era la revelación de la investigación y el gran sabueso que había logrado documentar las acciones espurias y corruptas de Jaime Michelsen, el banquero más poderoso de aquel momento; el segundo, el hábil reportero, considerado por muchos como el Rey Midas de la crónica. Cualquier suceso prosaico y anodino que reporteaba, se convertía, por obra y gracia de su talento, en oro narrativo. Con su olfato y agudeza para recabar los testimonios vívidos de la entraña popular, titulaba una refriega violenta de macheteros en una vereda, con una de las frases más memorables de los encabezados de la prensa del país: Los muertos fuimos cinco

Flacos, desgarbados, cabezones y con los ímpetus intelectuales de la bohemia juvenil, Iván Beltrán Castillo y Fernando Gaitán, se paseaban por los pasillos del principal diario capitalino. Estos imberbes redactores vertían los hechos tumultuosos de una década sufrida y vertiginosa de la historia nacional en notas que eran cócteles de realidad y fabulación. Apodados como Pin 1 y Pin 2 por Daniel Samper Pizano, ambos harían de sus desenfrenos líricos y experimentos literarios, el abastecimiento creador para rejuvenecer el melodrama televisivo criollo y la crónica escrita. Después de décadas de irrigar sarcasmo y humor en sus perfiles y reportajes, y forjar una impronta en el periodismo narrativo en el país, Iván Beltrán, también se exiliaría en la escritura de libros. La coraza del desparpajo no había sido suficiente para soportar las torpezas y escollos de los jefes de redacción de las revistas y periódicos. 

Como cronista de raza, Iván Beltrán conoce la riqueza del diálogo y la fuente esencial que constituye el cotilleo y el palique, cuando se quiere hacer del retrato y el perfil géneros atemporales nimbados de arte. Lector furibundo de los grandes autores del periodismo narrativo norteamericano, aprendió de Truman Capote que el chisme es un recurso para husmear los meandros de la memoria. Luego de leer Un pereirano en Vietnam, su reciente libro derivado de cientos de horas de plática con Luis Guillermo Ruíz, en el revés de su escritura potente y de logrados visos poéticos, no se advierten costuras. La capacidad para transmutar relatos deshilvanados y evocaciones accidentadas en una narración armada con cohesión es apenas entrevista por el lector. Ese arte de componer sin asperezas los fragmentos de una vida, se cimienta en una estructura envidiada por cualquier autor de novelas. 

Todo enamoramiento de provincia está cruzado por los azares parroquiales que un escritor de folletín malogra con el consabido recetario del lirismo impostado de las telenovelas. ¿Cómo relatar la historia de un amor de parroquia sin caer en la caricatura y los lugares comunes que acechan a quien se asoma a las turbulencias sentimentales de los idilios y heroísmos que a diario escuchamos en las esquinas? Desde el arranque, el regreso de un dilatado letargo posoperatorio sirve de estrategia narrativa para soltar la madeja de sucesos y enterar al lector que Nelly Panesso, el amor de su vida, murió un tiempo atrás. Con sutileza, desde las primeras líneas define un tono evocativo mezclado con amenas y lúcidas digresiones para contar su itinerario existencial. En este no faltarán los desafíos a la autoridad paternal, las travesuras de colegiales, los rituales del cortejo, las decisiones trascendentales y la migración como respuesta a los desvaríos de un joven diletante turbado por los fantasmas de la juventud.

Desde su ingreso a la Fuerza Aérea en Boston, hasta sus aventuras en una las confrontaciones bélicas de mayor sevicia en Occidente, el altivo piloto de una ciudad andina de América del Sur contempla el paso del tiempo para reivindicar sus aprendizajes: “…conocí verdaderamente los Estados Unidos luego de regresar de Vietnam. Antes era, quizás, demasiado ingrávido, circunstancial y fortuito. Ahora, luego de que mis ojos registraran buena parte de las miserias y horrores, oscuridades e infamias del mundo, era un mejor ser humano, pese a lo traumatizado y dolido, y también a los estallidos nerviosos que toda la temporada en Oriente me producía…comprendía cuánto valor hay en los otros, en esas criaturas apenas sospechadas y que, palpitando a nuestro lado, escriben un destino común”. 

Como Florentino Ariza y Fermina daza, los personajes de la magistral novela del genio de Aracataca, que se reencuentran en el ocaso de sus vidas luego del deceso del médico Juvenal Urbino, Nelly y Luis Guillermo, imantados por la fuerza de un amor silencioso, se aproximan por el tardío llamado de Eros. Aunque parezca inactual el vigor prístino de aquellos amantes que supieron vencer el tiempo y la distancia, este libro, en su esencia, enseña la dignificación de un sentimiento hoy esfumado e infravalorado hasta reducirse a una expresión de ridiculez. Si los rescoldos de una hoguera en la noche del bosque perduran entre los vientos y las inclemencias de la penumbra, todo amor, con su dosis de fragilidad, emana de la aspiración suprema de humanizar el horror de la existencia. Eso nos enseña Un Pereirano en Vietnam.