Del sur xeneixe

El arte de La Boca y su atmósfera creadora (IV)

Al cerrar el módulo anterior habíamos desarrollado de manera sucinta la historia de la escultura en el pequeño “paese” y destacado las razones que dificultaron su debida comprensión, entre las cuales la naturaleza universal del arte de la piedra no es un factor menor. 

También habíamos destacado que la pintura, en cambio, por su característica de lenguaje propio dotado de forma y color, se había convertido en un sello de identidad del lugar, la expresión más acabada de su reconocida universalidad. 

Quizás, el secreto esencial del arte pictórico boquense, resida en el hecho que se mantuvo fiel a su sentimiento inicial, no imponiéndose en ninguna etapa de su existencia un pensamiento plástico que se encontrara por encima de su adecuada expresión sensible. 

Desde su aparición se desarrolló en un contorno privilegiado, impulsado por el ímpetu del país en expansión y su alegría consistió en celebrarlo a través del trabajo cotidiano y en el plano espiritual recrearlo amorosamente desde el mundo de los objetos cotidianos. 

Se particulariza en la descripción de la rica iconografía lugareña, que introduce en el arte nacional imágenes inéditas, propias de una naturaleza ligada a las notas del paisaje. Si el arte metropolitano había glorificado a la pampa como emblema de su identidad y al infinito como límite de su proyección a la vez que como símbolo de poder, la Boca propuso como referencia insoslayable a su antítesis, el vientre de mil rayos que representó el Riachuelo. Remitiéndolo al campo filosófico, podríamos explicarlo a través de la idea central que nutre a las filosofías de Parménides y Heráclito. 

Extrapolado al campo político, la misma ecuación se presenta concretamente como oposición entre el poder burgués y anarquismo comunitario. 

En términos estrictamente físico puede representárselo mediante la oposición entre la quietud y el movimiento, 

En términos artísticos, en la glorificación de la pampa que adopta como eje el arte metropolitano subyace la representación del poder, la tierra, lo idéntico a sí mismo, mientras que para el arte inmigrante el elemento simbólico por antonomasia es el agua, lo fluyente, que desde esta perspectiva, también puede entenderse como la esperanza del cambio en lo que permanece. En otras palabras, desde este último punto de vista, el arte de La Boca pone en tela de juicio el valor de lo que es, al que califica como relativo; lo que es… no siempre será… parece decir! En la proyección al campo cultural de esta diferencia se encuentra la raíz del enfrentamiento que durante cincuenta años impidió que el paese genovés pudiese enarbolar el símbolo identificatorio de su autonomía que es la escuela artística, hoy reconocida, sin embages como tal. Espero de esta pequeña “excursión” por el campo de la Filosofía, facilite la comprensión del fenómeno que nos ocupa. 

Cuando el arte boquense se replegó hacia el mundo de la interioridad, no lo hizo al punto de sustituir por el pensamiento el orden externo, y en consecuencia, sólo aspiró a manifestar, por ejemplo, la fuerza del sentimiento religioso (caso de Miguel C. Victorica), o la profunda nostalgia de un mundo intuido o entrevisto más que experimentado (caso de Víctor J. Cunsolo), ubicado a mitad de camino entre la memoria y la realidad. 

Nunca se propuso alcanzar la categoría de un arte simbólico, nacido de una excesiva interioridad, lo que quizás se encuentre ligado en no escaso grado, al nivel de pensamiento que acompañó la maduración de sus artistas, formados en la observación directa del mundo que los rodeaba y nada dispuestos a cargar sus imágenes de un poder propenso más a sugerir que a nombrar. En la antigüedad clásica y aún en la época medieval, aunque dominada todavía por una excesiva interioridad que tendía a ilustrar los textos sagrados mediante imágenes cargadas de sugestión o coacción, se habían superado ya las indeterminaciones del mundo oriental, que buscaba contener lo animado y lo inanimado en un universo de límites fundidos. 

En La Boca, el límite feliz nunca estuvo más allá de la mirada, aun reconociendo los matices que sus artistas era capaces de encontrar en el mundo cotidiano de las cosas. 

La circunstancia encuentra su explicación más allá de lo estrictamente artístico y señalamos ya reiteradamente la necesidad que sustentaba sus búsquedas: hallar un imaginario que deviniera territorio de reparación. 

Eso me llevó incluso a afirmar que en La Boca el arte fue más allá del arte mismo!, lo que debe entenderse en todo caso como una simple metáfora. 

Por ello, evitó tentarse con soluciones teóricas cuando el desarrollo de nuevas tendencias y estilos artísticos, condujo a la modernidad tardía al vértigo de todas las formas de experimentalismo. Walter Pater al analizar las condiciones en que fue posible que se desarrollara el arte griego concluyó “que este arte ideal…no podía surgir en una época sin belleza y sin riqueza”. El paese ligur tuvo la fortuna que en su breve historia ambas coincidieran en su territorio en un  periodo dado y la Escuela de La Boca viere entonces la luz, antes que la declinación producida a partir de los años 60 del siglo pasado por la crisis definitiva que padeció su mundo laboral y social a raíz de la innovación tecnológica, acentuada dramáticamente a partir del desgraciado proceso conservador de índole cívico-militar-eclesiástico iniciado en marzo del año 1976 hiciere estragos en su fisonomía y su carácter, dejando solo en pie las huellas históricas de su pasado esplendor. Nuestra tarea de investigación, comenzada a fines de los años 70, avanzó en medio de la niebla inicial, orientándose desde el primer momento a constatar si era cierta o solo una muletilla cultural aquella expresión que dominaba todos los círculos intelectuales de la época, cuando a alguien se le ocurría referirse a la pintura boquense. 

En esos casos, la respuesta entonces inequívoca era ”es arte redundante, de reacción social” u otras similares de igual tenor, que apuntaban en todos los casos a ratificar su desvalorización artística.  

No tardé en descubrir que esa expresión obedecía a un designio preconcebido y desde ese momento, ya en los años 80 de la centuria anterior, me dediqué con pasión a tratar de descubrir las razones que inducían a esa respuesta, al mismo tiempo que comprender que había sucedido en La Boca en materia artística. 

Años más tarde, busqué coronar la tarea tratando de definir los nombres de los artistas que en los tiempos por venir conformarían el canon de sus maestros paradigmáticos. Fue trabajo complejo realizar el análisis cultural de los fenómenos de la época que repercutieron en el lugar e ir descubriendo a los artistas que por sus estilos, planteos temáticos y grados de elaboración de las imágenes de su iconografía respondían a las exigencias de la calificación, en medio de tantos maestros que pintaron con grandeza ese misterioso lugar. Además, hablando del arte boquense nunca debe dejarse de sumar la dificultad adicional que representa la mirada céntrica que, por prejuicios ideológicos y estilísticos observa con recelo y menosprecio los productos artístico-culturales que nacen en el margen.. 

En el módulo anterior, historiando a sus escultores, ya hicimos referencia a algunas de sus “travesuras”. 

El ocultamiento que hicieron de la condición de primer escultor nacional que ostenta el maestro boquense Francisco Cafferata en el arte nacional; también mencionamos la calificación de mero “tallista “que aplicaron al destacado escultor local Américo Bonetti por haber elegido con preferencia la madera como medio de expresión; no menos importante fue haber callado la  importancia que para la pintura nacional tuvo –considerando el año en que fue pintada, 1913, la realización de un joven artista boquense llamado Santiago Stagnaro, quien presentó a la consideración pública ese año su magnífico óleo Pierrot-Tango, obra en la que aplica una técnica de realización y elementos simbólicos desconocidos hasta ese entonces por la pintura oficial o metropolitana. 

Para no decir los apostrofes que dedicaron en el año 1926 desde las páginas de la recién aparecida (1924) revista Martín Fierro al joven Quinquela cuando triunfó en París, llegándole a aconsejar el abandono de la pintura! 

Señalo estos episodios porque también ellos forman parte de la “batalla cultural” que debimos superar cuando nos propusimos entender que había pasado en la legendaria tierra marinera asentada en el sur del límite capitalino. 

Para devaluar su verdadera significación siempre se aludía a su pintoresquismo y al carácter redundante de su arte al que calificaban sin tapujos como pasatista. 

El primer eslabón de la “cadena virtuosa” que destacaba los valores del arte boquense no lo hallé como consecuencia de mis búsquedas personales, sino que provino de un comentario que al pasar me formuló en una conversación informal el profesor Aldo Lazzari a la sazón presidente del Ateneo boquense. 

En efecto, me señaló que en el año 1938, en ocasión de realizarse la tercera exposición de artistas noveles que auspiciaba en su sede social El Ateneo Popular de La Boca, entidad fundada en el año 1926 por un grupo pequeño de intelectuales del barrio, un crítico de la materia que según creo (no tengo la certidumbre) trabajaba para el matutino La Prensa, había publicado un artículo periodístico acerca de ese Salón, en el que destacaba con entusiasmo la calidad de las obras presentadas en la muestra por los jóvenes artistas, señalando al mismo tiempo que a esa altura ya podíamos hablar de “…la existencia de una auténtica escuela de artistas boquenses”. Ese juicio encomiástico pareció caer en el vacío… y representar la opinión personal de un ilustre desconocido… quizás, de un amateur extraviado…o tal vez, ambas cosas a la vez, pero el tiempo,  poco después, demostró que no fue así! 

Dos años más tarde, en 1940, en ocasión de celebrar el arte inmigrante una gran exposición en los salones de la Galería del Banco Municipal de Préstamos titulada “De Andrés Stoppa a nuestros días  – 1890-1940 – Pintores boquenses”, su medio siglo de existencia, un crítico de la materia altamente calificado llamado Julio Payró, escribió en el número 67 de la prestigiosa revista literaria Sur que dirigía la escritora Victoria Ocampo, un furibundo artículo crítico que rechazaba de plano la posibilidad de hablar, en el caso de La Boca, de la existencia de una escuela propia Estábamos en el mes de abril de 1940. 

Era fuerte su contenido, especie de espejo revertido de la realidad que pretendía describir, y del tenor de su texto parecía estar respondiéndole a alguien. 

No puedo dejar de tentarme reproduciendo algunos de sus apodícticos juicios, enunciados casi de modo imperativo. 

Veintitrés nombres y ochenta y nueve piezas componían la gran exposición. Veamos algunas de las afirmaciones que formulaba el eminente crítico. 

“Un debilísimo vínculo unía a los artistas representados…”
“Cualquier circunstancia fortuita podría dispersarlos…” 
“No se caracterizan por rasgo peculiar alguno, propio del suburbio portuario…” “LA BOCA NO TIENE UNA ESCUELA PROPIA” 
“NO DEBE NI PUEDE TENERLA” 
“Reunidos los artistas boquenses más por la casualidad que por causas imperativas, lógico es que cada cual vaya por su lado…”
“El ambiente de La Boca, por otra parte, no ejerce ese misterioso influjo de la sangre, el paisaje y la historia que forja los estilos regionales…”
El lector no termina de salir de su asombro cuando avanza en la lectura de su contenido, pero al concluir el texto lo espera una sorpresa mayor aún…
El cierre de la nota es apoteósico! 
… 

Dice en él; “Completaban la muestra boquense dos cuadros de Benito Quinquela Martin; Derga de carbón” y Laminación del acero” deplorables ambos ¿¿??. La fama de este pintor, admirado por Camille Mauclair –que niega a Cezanne, Gauguin, Van Gogh-, ES UNA DE LAS MÁS INJUSTIFICADAS DE NUESTRO SIGLO”. 

¡Demoré más de dos décadas en descubrir el invisible interlocutor a quien respondía con esa incontenible iracundia!  

No era otro que aquel desconocido periodista que se había atrevido a desafiar la escolástica opinión de tan destacado crítico. 

Como se puede apreciar fácilmente, un hilo visible une a los juicios de 1926 del crítico Alberto Prebisch aparecidos en la revista Martín Fierro, con los del Payró del año 1940’ editados en la revista Sur, ambas publicaciones no por casualidad exponentes de la misma mirada artística “modernizadora” de segundo orden. 

Por fortuna, el tiempo hizo su trabajo y el público tanto como los coleccionistas con su adhesión a esos humildes maestros que no buscaban más que “su pan y su arte” para decirlo con palabras de Federico Nietzsche hicieron el resto. 

La segunda mitad del pasado siglo marcó una crisis de esa “mirada normalizadora” impuesta por la cultura metropolitana dominante. 

En el año 1965 la editorial Viscontea que dirigía el destacado crítico Hugo Parpagnoli publicó bajo el rótulo “Argentina en el Arte” un compilado de interesantes trabajos sobre el arte nacional. Entre ellos se encontraba un valioso texto escrito por el poeta y crítico de arte Osvaldo Svanascini que bajo el título “Un mundo en un barrio” dedicó un enjundioso análisis al arte de alguno de sus grandes maestros. 

Me animo a decir que la reformulación de los juicios sobre sus artistas y su paisaje peculiar nació entre los especialistas de la materia de la lectura de este gran trabajo del poeta y crítico. El notable título que encontró para expresar la riqueza polivalente de su universo mediante un breve fraseo que parece digno del gran Antonio Porchia, contiene tal poder de sugestión que logra expresar la existencia de un mundo propio y transmitir la certeza que “lo grande cabe en lo pequeño”. 

Al mismo tiempo que sin aludirlo, refuta los juicios inverosímiles del propio Payro, para quien “un debilísimo vínculo unía a sus artistas” o afirmaba que “reunidos los artistas boquenses más por la casualidad que por causas imperativas…” o lo que resulta más grave…” (que) el ambiente de La Boca, por otra parte, no ejerce ese misterioso influjo de la sangre, el paisaje y la historia que forja los estilos regionales”. 

En el año 1986 se produjo un acontecimiento que completó la certidumbre que me impulsaba en la búsqueda de la identidad propia del arte boquense.. 

A finales del año anterior un importante galerista de Buenos Aires me había invitado a participar como coleccionista en una muestra a realizarse en una ciudad bonaerense que se presentaría en el mes de enero bajo el título “La Boca en Mar del Plata” y contaba con la organización del Museo Eduardo Sivori de Buenos Aires. 

El catálogo, de escasas páginas, incluía buenas reproducciones de algunas obras que iban a ser expuestas y un pequeño texto de presentación firmado por el crítico Osiris Chiérico, que me resultó de gran interés. 

Fue impactante para mí, encontrarme en dicha exposición con lo que yo llamaba por ese entonces “mi canon boquense” aunque aún no me animaba a defenderlo públicamente como tal.

Lo curioso es que el crítico creía que “Pacenza, Forte, Presas, March, entre otros, podrían muy bien integrar el grupo” esgrimiendo razones que yo había considerado que precisamente los alejaban de esa posibilidad de formar parte de la misma. 

Lo cierto es que desde ese año tuve la certeza de haber llegado finalmente a puerto!! Demandó décadas de investigación y trabajo ajustar los detalles que permitieron armonizar los materiales estudiados con la realidad de lo sucedido en el periodo de madurez de su arte, pero al final del camino pudimos constatar que el esfuerzo no fue vano. 

En la década de los años 90, el canon comenzó a circular públicamente y en una revista barrial llamada “Desde el Riachuelo” que dirigía el periodista Néstor Sánchez publiqué a partir del mes de  junio de 1991 de manera incompleta la historia artística de los maestros canónicos, porque la publicación aludida dos años después dejó de aparecer. 

A comienzos del año 2000 el eminente crítico y fundador del Muso de Arte Moderno de Buenos Aires, el Dr Rafael F. Squirru, en un artículo aparecido en el diario La Nueva Provincia, de Bahía Blanca dedicado al maestro boquense Fortunato Lacamera hace referencia a mi calidad de “bautista” del arte boquense (Dice..El poeta Carlos Semino, quien bautizó a la Escuela de La Boca…”) 

En el mismo artículo agrega que la Escuela de Arte de La Boca es precursora de la Escuela de Arte de Buenos Aires, expresión que Squirru acuñó en el año 1959 después de recibir las congratulaciones del célebre escritor André Malraux quien le manifestó su admiración por el arte joven que había conocido en la ciudad porteña. 

Hoy, transcurridos más de 20 años del momento en que consideré completada la conformación del canon, siento que la elección de los miembros que la integran ha sido acertada en todos los asos. 

Los 10 maestros elegidos representan sin dudas la plana de los maestros paradigmáticos. Sus nombres, presentados en orden cronológico son como siguen 

  • Alfredo Lazzari (1871-1949). 
  • Eugenio Santiago Daneri (1881-1970). 
  • Miguel Carlos Victorica (1884-1955). 
  • Fortunato Lacamera (1887-1955). 
  • Benito Quinquela Martin (1890-1977). 
  • Victor J. Cunsolo (1898-1937). 
  • José Desiderio Rosso (1898-1958). 
  • Miguel Diomede (1902-1974). 
  • José Luis Menghi (1902-1985). 
  • Jeronimo Marcos Tiglio (1903-1976). 

Hoy que ese amado barrio en el que nací, que un día fue un paese, y aún más, al decir del poeta Svanascini, un verdadero mundo de trabajo y arte, se debate entre el abandono consciente y la creciente pobreza de sus habitantes, su Escuela de Arte siempre pervivirá en el tiempo, coronando el maravilloso universo artístico que con grandeza y humildad construyeron sus hijos dilectos…los artistas.

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