Del sur xeneixe

El arte de La Boca y su atmósfera creadora (parte I)

Sé que me propongo trazar en apenas unas páginas una historia particular, que por su trascendencia, marcó de manera profunda la vida del país mismo durante más de un siglo. Que intentar realizarlo mediante tres módulos es casi un imposible, pero lo asumo como un compromiso que quizás deje un saldo a recuperar, y en pro de ese objetivo me lanzo al ruedo solo sostenido por mi amor al terruño. 

Resulta difícil comprender cómo ha sido posible que se haya producido en poco más de un siglo – exagerando podemos hablar de un siglo y medio- un fenómeno histórico, político, social, económico y artístico de tan vastas proporciones como el que se desarrolló en una pequeña superficie que supera en poco los 3 kms y se encuentra situada en el sur de la ciudad, desde un tiempo inmemorial llamada “La Boca del Riachuelo”.

Alejada del centro radial de la city, con un territorio bajo y anegadizo que lindaba con el fangoso y pequeño riachuelo nacido 70 kms más arriba en el río Matanzas, era un paraje casi desolado al comenzar el siglo XIX. 

En la segunda década del mismo, más precisamente en el año 1817, un inglés –en nuestra historia grande como en la menuda hay siempre mezclado un inglés!- llamado Diego Brittain, presumiblemente llegado al país durante las invasiones de 1806/1807, adquirió a “riesgo propio” a una orden religiosa, la de los padres predicadores del Convento de Santo Domingo, que las recibieran en donación de una viuda española llamada Josefa Morón, las 120 manzanas que conforman el núcleo fundamental de su futuro territorio. 

Siguiendo al historiador italiano Niccoló Cuneo, y con el ánimo de facilitar la comprensión del complejo tema, podríamos dividir al periodo de conformación de la estructura social y poblacional que nos ocupa en cuatro momentos bien definidos. 

El primero de ellos corresponde a la década 1820/1830, en la que dichos terrenos comenzaron a poblarse con distintos individuos que procedían mayormente del mundo transatlántico, y se acercaban a estas costas huyendo de las persecuciones políticas que se sucedían en particular en la península itálica, en ese entonces dividida en reinos y estados particulares. Llegaron por entonces algunas personalidades notables, como el ingeniero y artista saboyano Carlos Enrique Pellegrini –autor de una de las primeras vistas sobre el espacio boquense-y el políglota napolitano Pedro de Angelis. 

En una segunda etapa que podríamos acotarla a las dos décadas siguientes, se producen los brotes iniciales de vida urbana y comercial. 

Los almacenes navales tanto como los primeros astilleros van asentándose en sus orillas y aparecen con ellos “los primeros apellidos tradicionales del barrio” que darán identidad más tarde a su espacio histórico. 

Después de 1850, cuando se organiza constitucionalmente el país, se acrecienta la inmigración que por entonces va tornándose multitudinaria, al punto que en el año 1870 la localidad obtiene el reconocimiento de su autonomía jurisdiccional. 

Hay ya más de 150000 extranjeros residiendo en el país, de los cuales una cifra superior a la mitad es de italianos, a quienes siguen los españoles, alcanzando una cifra que supera los 32000, según refiere Bucich. 

“El gallego y el vasco se asimilaban a las particularidades del lugar sin perder sus rasgos individualistas” dice dicho autor 

En orden de importancia numérica encontramos a ingleses, alemanes, austriacos y otras nacionalidades europeas, que buscan nuevos horizontes para enfrentar las recurrentes crisis económicas que afectan periódicamente en especial, a los países de la Europa occidental.

Finalmente se produce la más significativa de las etapas históricas de inmigración, que se inicia alrededor del año 1870 y se extiende por casi medio siglo. 

En ese extenso período, el barrio se expande a un ritmo vertiginoso, convirtiéndose en el “paese xeneixe” que sostiene su historia social, espiritual y artística. 

A tal punto se desarrolla ese fenómeno, que un cronista que trabajaba para el diario La Nación de Buenos Aires y lo visita en el año 1902 con la intención de trazar un perfil de su sociabilidad y población, encuentra en su geografía un lugar extraño, que lo impulsa a retirarse del mismo sin alcanzar su cometido ante la imposibilidad de decodificar los dialectos y definir los hábitos que se hablan y se exhiben en sus calles y su puerto. 

Si consideramos las cifras de población que muestra el censo del año 1895 podemos explicarnos fácilmente el fenómeno. 

De un total de 38000 habitantes que pueblan La Boca en los finales del siglo XIX, algo más de 17000 son argentinos y otro tanto italianos (14635) y españoles (2576). 

Para tratar de transmitir una impresión palpable de la importancia que cobra la Boca del Riachuelo en esa etapa en que se consolida institucional y económicamente, enunciaremos algunos episodios de la vida del país que tuvieron epicentro o estuvieron vinculados a la historia del barrio marinero y que demostraron en distintos momentos de su existencia que efectivamente La Boca era un “lugar aparte” de la ciudad, por lo menos en ese tiempo. 

Podemos retrotraernos incluso a la historia de la propia primera fundación de Buenos Aires realizada por el Adelantado don Pedro de Mendoza en el mes de febrero de 1536, que aún en nuestros días no termina de aclararse. 

Aún no se saldó la cuestión vinculada al punto exacto en el cual se produjo el desembarco e implantación de la expedición, que muchos historiadores prestigiosos ubican en el ámbito del territorio boquense. 

Remitiéndonos al ámbito más estrecho de la historia nacional, debemos situarnos en la década de los años ochenta, para encontrar episodios relevantes que constituyen nodos de fricción con el poder central. 

La presencia de laboriosos y activos inmigrantes italianos recién arribados, cuya conciencia social y experiencia para enfrentar los conflictos laborales mejora la organización y la comprensión de la doctrina social, tensiona el marco de la vida cotidiana y enfrenta el abusivo sistema de salario y horas laborales vigentes, que la patronal continúa aplicando, con la complicidad del régimen político reinante y el apoyo de su aparato represivo. 

Y en medio de ese clima de enfrentamientos, una huelga de resistencia, que resulta reprimida por cargas policiales lleva a los trabajadores en una reunión realizada en la Sociedad Italiana a decidir romper relaciones con el gobierno nacional y manifestar a viva voz que “el gobierno argentino no  

puede mezclarse en asuntos de genoveses” y en consecuencia izan “…la bandera de Génova y firman un acta por la que informan al rey de Italia que acaban de constituir la República Independiente de La Boca” y se proclaman parte integrante del flamante reino nacido en 1861, “acto de soberanía” al que renuncian poco después, cuando aparece el propio presidente de la República, Julio A. Roca, que pocos años atrás había dado pruebas de su humor cuando realizó la mal llamada “conquista del desierto”. 

En ese episodio se encuentra el origen de una tradición que se convertirá en el nuevo siglo en un símbolo de orgullo para los habitantes de su territorio; el nacimiento institucional de la “República de la Boca”. 

Existieron tres versiones de la misma. 

La primera de ellas nacida en el año 1907 y tenía un tono básicamente festivo, rápidamente desaparecida.

La segunda que nació en el año 1923 inspirada en la voluntad de Benito Quinquela Martin y algunos de sus amigos dilectos, institución que tuvo esplendor, vida cultural y festiva. Su presencia en la vida local resultó muy activa durante dos décadas y más tarde fue languideciendo por razones poco claras pero vinculadas al ejercicio del “poder” que actúa con intensidad aún en las “repúblicas simbólicas”. 

La última de esas versiones, nacida en el año 1986 bajo la inspiración intelectual del historiador Antonio J. Bucich se encarnó en un presidente vitalicio fallecido en el año 2022 que ejercía una verdadera “dictadura institucional” pero no tuvo más relieve que el burocrático. Su existencia coincidió con la decadencia, al parecer irremediable, del viejo barrio marinero, que ya había iniciado su declinación en los años setenta. 

Mientras se acrecentaba el conflicto social, se produjo también otro enfrentamiento de gran envergadura. 

En este caso, no tenía solo alcance simbólico, pues en su resolución estaba en juego la localización del puerto principal de la ciudad, que era lo mismo que decir que para La Boca el éxito del emplazamiento en su territorio podía significar una reconfiguración de su geografía, arquitectura y vida económica-social, o su definitivo aislamiento como zona marginal de la ciudad, condenada a limitarse a su actividad de cabotaje. 

Se enfrentaban dos proyectos de ejecución posibles en dos lugares distintos. La Boca había sido hasta entonces el puerto natural de la ciudad, y después de 1850, cuando se  produjo la alianza de la oligarquía nativa con el mundo capitalista impulsado por Inglaterra, que le asignó al país en la división internacional del trabajó el carácter de proveedor de materias primas, cobró una importancia notable. 

La coronación de ese crecimiento espectacular hubiera sido la instalación del puerto en la ribera boquense, sobre todo si pensamos en las ventajas naturales que ofrecía su puerto y la idoneidad técnica del ingeniero que sustentaba el proyecto de localización en el lugar. Pero la suerte estaba echada de antemano en esta disputa, porque al proyecto del notable ingeniero Luis Huergo, primer profesional recibido en la universidad argentina, levantado a partir de su trabajo de más de una década en esa zona de aguas barrosas, que defendía la tesis “que el Riachuelo debía ser el fondeadero de la navegación de alto calado” y lo refrendó consiguiendo que el 23 de marzo de 1883 atracara en su costa a metros de la Avenida Almirante Brown el gran transatlántico “L ́ Italia”, no pudo derrotar al que le oponía un comerciante llamado Eduardo Madero detrás del cual estaban los intereses oligárquicos –un familiar suyo era vicepresidente de la República- y la mano de Inglaterra. 

Ya hemos visto pues cómo pese a su escasa extensión territorial en el barrio marinero se produjeron, según acabamos de señalarlos, dos hechos centrales íntimamente ligados a la vida del país; el punto nodal donde se produjo la primera fundación de la ciudad y el espacio acuático donde se implantó su puerto nuevo. 

A comienzos del nuevo siglo sucedieron otros dos hechos de gran trascendencia para la vida política y sindical del país. 

El 16 de octubre del año 1901 desde el local de la Sociedad de Resistencia Calafates Unidos, sus autoridades, de filiación anarquista echaron a volar la campana que anunciaba al mundo que desde ese momento la jornada laboral de los trabajadores sería de 8 horas diarias, verdadera conquista social para la época. 

Tres años más tarde, en una jornada electoral en la que por primera vez se utilizaba el sistema de renovación de autoridades por circunscripciones, el legislador socialista que representaba al barrio de La Boca, Alfredo Lorenzo Palacios, se convertía en el “primer diputado socialista de América”

Si los hechos que acabamos de señalar revelan la energía e importancia que alcanzó a partir del trabajo portuario y el desarrollo de su comercio marítimo e industrial el pequeño “paese xeneixe”, considerando su escasa superficie y escasa población, no es menos la relevancia que alcanzó en el campo del arte, tanto pictórico como escultórico. 

Dos artistas relevantes, que por un curioso destino, murieron cuando no tenían más de 30 años cumplidos fueron pioneros en las artes mayores del país y extendieron el prestigio del naciente arte inmigrante más allá de sus mismas fronteras. 

El escultor Francisco Cafferata, nacido en las vecindades del Riachuelo, fue el primer escultor nacional del que se emplazó una estatua en un lugar público en el año 1886 (el hecho sucedió en  Adrogué), que hasta entonces era monopolizado por maestros italianos, franceses y españoles. Casi 30 años más tarde, un inquieto artista llamado Santiago Stagnaro nacido en tierra oriental, de escasa formación académica –solo se le conocen su relación esporádica con el maestro toscano Lazzari-que para decirlo con palabras de Miguel de Unamuno tenía una relación “omnilateral” con el arte, pues era dibujante, acuarelista, además de escultor y pintor, sin olvidar su militancia anarquista, convertido en boquense por adopción en su infancia, pintó en el año 1912 su lienzo  titulado “Pierrot-Tango” en el que incursionó, hasta donde lo permite mi conocimiento, en la utilización de recursos que la academia oficial de ese entonces rechazaba por su heterodoxia. Quizás después de esta somera historia trazada a vuelo de pájaro sobre la historia política y social boquense pueda comprenderse mejor la naturaleza autónoma de la que brotó décadas más tarde, como de un vientre en ebullición, la escuela artística que en el fondo constituye la coronación de todos los momentos que florecieron en ese barrio a lo largo de su historia, y que un día de hace ya muchos años, fue un mundo.

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