Del sur xeneixe

El arte en La Boca y su atmósfera creadora (II)

Como acabamos de señalarlo en el módulo anterior, en La Boca comenzaron a aparecer los primeros brotes de sus manifestaciones artísticas antes que finalizara el siglo XIX. Fue en el campo de la escultura. 

Francisco Cafferata inició un diálogo con la belleza que luego se mantendría vivo hasta más allá de la mitad del siglo XX todas las artes que se practicaron en el lugar. 

Ya entrado el nuevo siglo, en la segunda década, pero en el terreno de la pintura comenzó también a ganar protagonismo un joven e inquieto artista polifacético de gran personalidad, llamado Santiago Stagnaro, al que sus admirados amigos llamaban “el pequeño Leonardo”, el que dio un paso en la misma dirección que lo había hecho Cafferata. 

Cuando apenas contaba con 25 años de edad, presentó una sorprendente obra mayor, a la que tituló “Pierrot Tango” (1913) (x) que muestra una escena carnavalesca que se despliega en una amplia pista interior poblada de arlequines, pierrots y colombinas, que danzan ganados por el frenesí de la tradicional celebración de Momo al son de una melodía imaginaria. Estos brotes primeros fueron los cimientos desde los cuales se afirmó poco después el arte lugareño, que por una afortunada coincidencia contaba ya para ese entonces con el magisterio y la bonhomía de un maestro precursor (el lucense A. Lazzari) que comenzó a dictar sus cursos artísticos en el año 1903. 

Esta historia relevante comenzada ya en el siglo XIX permaneció intencionadamente casi oculta a los ojos de los intelectuales que estaban trazando la memoria del arte nacional. A tal punto lo fue, que me llevó a comenzar la historia crítica que escribí del arte boquense a comienzos de este siglo, a puntualizarlo de manera enfática expresando que; “la historia del arte argentino fue escrita con un solo ojo y no fue precisamente ese ojo el de un cíclope” Costó gran esfuerzo sostener la “batalla cultural” que plantearon en su tarea de construir sentido común los críticos de la metrópoli, que para negar las cualidades del arte inmigrante utilizaron los distintos medios gráficos existentes, desde obras de gran volumen como ”El Arte de los Argentinos” escrita por José León Pagano, pasando por la revista Martín Fierro aparecida en el año 1924 con el objeto de difundir lo que entendían por modernidad, hasta las hojas periodísticas de los grandes medios masivos como los diarios La Nación y La Prensa, que publicaban  regularmente notas sobre la materia artística. 

La disputa se hizo más visible en los años finales de la década de los años 90 y los primeros del siglo presente, momento en que la ácida crítica central, a regañadientes en algún caso, comenzó a admitir la existencia de una Escuela de La Boca tan independiente del canon central como lo fue el “paese” inmigrante que crecía al margen de la urbana “cabeza de Goliat”. 

Y como no iría a ser independiente en materia de estilos, temas y sustento espiritual su escuela artística, si lo fue el clima en el que creció y se consolidó su sociabilidad, como lo mostramos en el  módulo anterior?. 

Si el arte de Buenos Aires se encontró representado cabalmente ascendiendo a la modernidad por medio de la reiteración de los estilos que se sucedían y hasta refutaban entre sí en la vieja Europa, en La Boca el arte desde sus inicios, cumplió siempre un papel privilegiado que incluso iba más allá del límite que proponía el arte mismo. 

Desde sus comienzos fue vehículo de identidad, y en consecuencia en su campo particular, los medios (la línea y el color) que constituían su modo de expresión, nunca se convirtieron en fines, como terminó sucediendo con el arte abstracto. 

Es menor, sin embargo, la atención que se dedica al estudio del espacio histórico “sui generis” en cuyo interior se gestó y cobró expresión universal.

Cuando a La Boca se la nombraba en el mundo del arte, siempre aparecía reseñada de la misma manera; se remitía a destacar su pintoresquismo y bohemia. 

Se describía el paraje en que nació, se idealizaba su origen y sus notas la mostraban dormida sobre las rápidas pinceladas que la ubican en su geografía, los toques de pintoresquismo que la exaltan, y las paráfrasis y letanías que despiertan sus ecos, que al punto del divague, llevaba a algún autor a imaginarla en visión folletinesca y a otro, a montarla sobre una leyenda donde a un niño se le enseña que en sus orillas se fabricaban los pájaros con velas. 

Entre tanto, el barrio continuaba esperando inquieto una atención más interesada, porque si bien es cierto que su dimensión se agigantó por la afortunada coincidencia de una variada gama de maestros pintores de temperamentos excepcionales, no lo es menos que encontró soporte y sustento en una atmósfera única. 

Y el concepto de atmósfera, particularmente en el caso de La Boca, tiene una definida dimensión polivalente, desconocida en otros parajes. 

Alude tanto a esta vasta y compleja red de relaciones que involucra a sus habitantes con dialectos, hábitos, gastronomía, vestimentos, viviendas y arquitectura que le son propios, como con sus tradiciones ideológicas, marcadamente socialistas o anarquistas. 

No menos incluye a la atmósfera física, húmeda y brumosa que transforma sus calles en las jornadas invernales en difuminadas siluetas. 

La hija del pintor Miguel Diomede me comentó en oportunidad de solicitarle que me trazara un retrato del mismo, que recordaba con particular alegría aquellos días de su niñez en que la niebla invernal tapizaba el horizonte de las húmedas y humildes calles ribereñas del barrio, y el artista, con mucha frecuencia, se acercaba hasta el vecino puerto situado a escasos doscientos metros de su vivienda, para tratar de captar sus efectos visuales y realizar bocetos en su libreta de apuntes marcando el modo en el que el fenómeno se reflejaba sobre el parduzco río y los objetos circundantes.  

No fue el único artista boquense que se sintió conmovido por el extraño paisaje que se configuraba entonces, característico del lugar. 

En el año 1931, otro gran maestro de la misma escuela, Víctor J. Cunsolo, en una vista portuaria encontró inspiración para tematizarla y convertirla en la “protagonista” central de “Niebla en la Isla Maciel”, la obra pictórica más importante que produjera en toda su carrera artística. Yo mismo, como testigo viviente de esas peculiares escenas puedo acreditar su misteriosa presencia. 

A lo largo de mi infancia y adolescencia, en particular durante esta última, cuando en las mañanas invernales de los años 1957 a 1961 marchaba diariamente a pie junto a otros compañeros de condición tan precaria como la mía, hasta el edificio del establecimiento donde se encontraba la escuela comercial en la que cursábamos nuestros estudios, en el barrio vecino de Barracas, la niebla era una compañera constante 

Finalmente, hablando de la centralidad de su papel inspirador como misteriosa presencia ausencia que genera un palpitar casi imperceptible cuando se hace visible, no puedo dejar de citar la repercusión que su presencia tuvo en la historia de un notable tango. 

En efecto, su activa presencia invernal inspiró una composición tanguera que escribió en el año 1937 el celebrado poeta popular Enrique Cadicamo, a la que tituló “Nieblas del Riachuelo” y es hoy por su jerarquía poética y musical, una de las más altas expresiones del riquísimo género popular porteño.  

Ese fenómeno fantasma tico de origen meteorológico que en forma silenciosa va cubriendo en los inviernos con velos envolventes desde las entrañas del río toda la superficie de su escaso territorio, solo se experimentaba con intensidad y podía convertirse en materia artística-plástica o poética- como lo registran las historias que acabamos de citar, en el barrio portuario.

Ya señalamos en líneas anteriores que el concepto de “atmósfera” tenía significados polivalentes. Podía referirse concretamente al elemento brumoso que adoptaba una particular apariencia de fuerza física en un determinado territorio, o en un orden más general, aludir a la tipología del habitante del lugar, al que generó el proceso de miscegenación que se produjo en el barrio portuario a lo largo de la mayor parte del siglo XIX. 

En efecto, en ese período se conformó ese nuevo sujeto, propio del lugar, llamado boquense. Su perfil social y psicológico se correspondía con las diversas notas que le pertenecen y le eran propias. 

La sencillez, honradez, afición al trabajo, bonhomía y sentido de la fraterna solidaridad, eran sus cualidades esenciales, todas ellas muy ligadas a la vida colectiva del pequeño “paese” que construyó con su hacer de laborioso inmigrante. 

Para tener una visión concreta del significado que representan las cualidades que atribuimos al tipo boquense, por contraposición al porteño clásico de la época, podemos transcribir la opinión que le merecía este último en una obra publicada en España en el año 1916 a un escritor español llamado Manuel Gil de Oto, que vivió durante algunos años en Buenos Aires en la segunda década del siglo pasado 

“…En Buenos Aires es indispensable vestir y calzar con pulcritud, cuando menos. Para conseguir trabajo, para tener amigos, para transitar por las calles sin verse compadecido o molestamente compadecido, hay que llevar ropa nueva y botines relucientes” (“Aquí traigo los papeles”, Barcelona 1916). 

Este solo enunciado aparece suficientemente claro. 

Dice muchas cosas más…pero creo que lo dicho alcanza, para entender la contraposición a la que aludo! 

¡Y por qué no!  

¡Para ahorrarme vergüenza!  

¡Nadie podría imaginar que cupiese a un boquense semejante descripción! 

De algún modo, esta cita tiene relación y puede extrapolarse su aplicación para explicar el modo en que fue recepcionado y tratado críticamente como conjunto el arte inmigrante, esto es, el arte boquense hasta la segunda mitad del siglo anterior. 

Basta para constatarlo recordar los envenenados dardos con que la revista Martín Fierro, lanzada al ruedo para celebrar el nacimiento de la modernidad artística en el país -que para la crítica artística metropolitana se produce con la llegada de la exposición que inaugura Emilio Pettoruti en Witcomb de Buenos Aires en el año 1924 -trataba a Quinquela en el año 1926 cuando comenzaron a llegar a Buenos Aires las críticas laudatorias de su exposición en París y desató la ira del crítico Alberto Prebisch, que desde sus columnas, lo invitaba a abandonar la pintura y dejar de pintar lo que llamaban “telones zolianos” 

El arte boquense nunca se desveló por la práctica de la modernidad entendida como ejercicio estilístico. 

Como vehículo de identidad que expresaba la necesidad de construir un “imaginario reparatorio” que expresara al paese inmigrante como totalidad, tenía internalizada esa disposición de modo permanente. 

Lo que la llevó más allá del campo del arte mismo aunque sin abandonarlo nunca. La sinceridad que se impuso como patrón nunca fue abandonado por ella ni se dejó seducir por los cantos de sirena que le proponían renunciar a su tarea de construir identidad para alcanzar la calidad de “moderna”. 

O acaso pueden explicarse prescindiendo de su espíritu particular las vibrantes gamas de los puertos quinquelianos, los recogidos y serenos interiores humildes de Fortunato Lacamera, las composiciones y balcones misteriosos de Miguel C. Victorica, las metafísicas visiones envueltas en niebla de Victor J. Cunsolo o las evanescentes esfumaturas de naturalezas y rostros de Miguel Diomede, entre otras revelaciones plásticas de sus maestros paradigmáticos. La pregunta que acucia al inquieto buceador vincula entonces la búsqueda de las condiciones que hicieron posible tal coincidencia de trabajo y espíritu, para permitirle al lugar alcanzar la armonía, luego irrepetible, que se proyectó por más de medio siglo en el campo de las artes, en especial a través de sus pintores, sin desdeñar la significación de sus más destacados escultores. Sabemos que la generación liberal de los años 80 impulsó fuertemente el poblamiento del país, que la rápida concentración de su población en torno a la metrópoli produjo como movimiento reactivo un movimiento centrífugo en dirección a los márgenes y las zonas periféricas del punto nodal, incluso que algunos maestros pintores llegaron confundidos con esas masas ávidas de horizontes menos estrechos y que ligado a ello, el paisaje boquense por su carácter incomparable de paraje portuario, ofrecido a la tentación del viaje, constituía un privilegiado mirador hacia los paisajes ultramarinos. 

Sabemos también, por lo menos en esos tiempos, cuando le debió la creación de la obra artística a la fuerza convocante del terruño, como lo testimonia la mirada escrutadora de la escritora italiana de Cesarina Lupati Guelfi, que llegada al país en 1909 con la misión de transmitir su visión de los fastos del primer centenario, recorrió la geografía boquense para sorprenderse con su arquitectura, hábitos y población. 

La visitante “se impresionó con su alegre colorido, descubriendo los angostos balcones, las mujeres y los niños pletóricos, las jaulas de canarios que se balancean ante las escalerillas de los patios fangosos, las casas que se parecen al barrio Sampierdarena, en los alrededores de Génova”. Todo ello conjugado con las nuevas ideas políticas fermentadas en el tiempo: Las libertarias de G. Mazzini, las anarquistas de Kropotkin y Bakunin a las que se le enfrentaban las tradicionales del pensamiento católico milenario. 

La atmósfera contestataria que impregnaba la vida política y social del lugar no podía estar ausente en la vida artística de aquel barrio naciente y en consolidación. 

A la visión del arte metropolitano que había convertido a la obra de arte en una serena ventana desde la que se contemplaba a sus epígonos consumando su negación, se oponía la nueva imagen de un arte más libre, expresión de la vida, que volvía a palpitar desde la nueva aurora que trajo al arte local el magisterio del recién llegado maestro toscano Alfredo Lazzari

El artista recuperaba entonces, el derecho a expresar vivamente su visión de la naturaleza y ella es la que produce precisamente esa bella unidad estética que bauticé como “Escuela de La Boca” en los años finales de la centuria anterior.. 

Bajo la impronta de un espíritu tan vasto que comprende a las artes plásticas, y más allá se hace extensiva a la literatura, al campo de la poesía, y aún al arte de la ebanistería, tal como lo revelan los sugerentes mascarones de proa que tuvieron vida propia desde los tiempos del maestro y pintor Francisco Parodi, la Escuela recorre sin pausas su destino. 

En el terreno de la poesía, La Boca no alcanzó a madurar, en cambio, ningún talento que fuera capaz de plasmar en una voz superior la riqueza y multiplicidad de su historia, cargada de desgarramientos y añoranzas encendidas, terrenos tan propicios para alcanzar grandes alturas en el género. 

Sin embargo, tuvo la fortuna de contar con la más alta expresión del género epigramático y aforístico que dio el país a través de sus dos siglos de existencia. 

Antonio Porchia, nacido en Calabria en el año 1886 y llegado en los primeros años a la ribera boquense, labró con la paciencia de un orfebre durante décadas, textos breves que reunió bajo el título de “Voces” y fueron publicados en primera edición en el año 1943 con el auspicio y financiación de sus amigos de la recién fundada sociedad Impulso de La Boca.

Las reverberaciones espirituales nacidas en su alma intensa, pletórica de una extraña sabiduría existencial no libresca, despertaron rápidamente admiración y entusiasmo hacia su figura, que adquirió dimensión internacional cuando el ensayista francés Roger Caillois en el año 1949 descubrió un ejemplar de su obra, lo tradujo y dio a conocer en el medio cultural de su país, que lo acogió con la misma admiración. 

A tal punto llegó su prestigio, que André Bretón se sintió sorprendido con su lectura al punto de declarar, en la década de los años 50, que en Antonio Porchia encontraba “el pensamiento más dúctil de la expresión española”, opinión a la que se sumarían a través de los años escritores tan diferentes como Jorge Luis Borges y Henry Miller

Cuenta inclusive con un famoso compositor de música popular, que en su primera juventud fue asiduo concurrente del taller de artes plásticas del maestro toscano, y más tarde, al descubrir su verdadera vocación se convierte en uno de los nombres más prestigiosos del género tanguero; Juan de Dios Filiberto, que con su arte no solo trascendió los límites del barrio sino también del país. 

Algunas de sus creaciones -Caminito y Malevaje, en particular- integran el background de la música popular universal. 

También llevan su firma otros tangos y milongas tan recordables como aquellos en la memoria popular del argentino.  

Quejas de bandoneón, El pañuelito, Clavel del aire, Yo te bendigo, y Cuando llora la milonga son testimonios del aserto. 

A esas manifestaciones, cabe agregar nombre de periódicos, revistas literarias,- de Azul (1911) a Pórtico (1941)- , Academias como la Pezzini-Stiattessi, grupos artísticos como “El Bermellón” (1919) e historiadores como Antonio J. Bucich

Ese espíritu pujante se hizo extensivo a los planos sociales e institucionales a través de creaciones tan diversas como el Cuerpo de Bomberos Voluntarios de 1884 o el Club social y deportivo Boca Juniors en 1905 y también a diversas sociedades de socorros mutuos que proliferaron en su territorio creando redes de protección social dentro de las colectividades de extranjeros más populosas. 

El potencial que alcanzó el desarrollo del mundo del trabajo aliado al espíritu de superación de la nueva comunidad, llevó a la comunidad boquense al punto de proponerse transformar el pequeño “paese” local, en un espacio político independiente que se convirtiera en súbdito del recién unificado estado italiano nacido en el año 1861, pretensión de república prontamente cancelada por la firmeza que exhibió frente al evento intentado, la autoridad política nacional. Esa pretensión fracasada de autonomía que tenía sus raíces en el mundo real, más tarde, en los comienzos del nuevo siglo, devino en varias” repúblicas simbólicas”, que tenían sus raíces en la fantasía 

El ya citado Antonio Bucich, en un artículo dedicado a Santiago Stagnaro cita un pasaje escrito por el prestigioso historiador de Indias José Torre Revello en el que éste maestro de la historia expresa con acierto; “La Boca era entonces (segunda década del siglo 20) un mundo de color que interesaba vivamente a los artistas sensibles”. 

Veíase asaltada diariamente por plásticos noveles desde el puente Avellaneda hasta la calle Almirante Brown. 

Esa era La Boca por entonces. 

Asentada sobre una superficie pequeña que nace en el brazo quieto de un gran río, aunque anhelante de espacios ultramarinos, creció a partir del nuevo siglo desde su disposición urbana inconclusa. 

Sigue Bucich…”una colectividad emprendedora la va trazando sin detenerse una hora en el limpio anhelo de darle consistencia urbana homogénea”.

El color brotaba en ella espontáneamente. 

Surgía de los mástiles empavesados que contrastan sobre el cielo luminoso; de los atavíos de las colectividades en los días festivos; de los expresivos dialectos que comienzan a poblar, como músicas animadas, las tertulias de las calles y cafetines. 

De los hábitos, en fin, que se contraponen para fundirse más tarde en una lengua de símbolos comunes. 

Por ello no era una colectividad cerrada la que nació en su seno. 

Por el contrario, diríase que –extraño fenómeno- las peculiaridades aludidas se conservan, para superarse en un nuevo tipo social y humano; “el boquense”, sujeto abierto, franco, solidario y eminentemente musical, en cuya matriz de origen múltiple se formaron entonces sus maestros pintores. 

En estas líneas culmina el esfuerzo de haber intentado reseñar de manera sintética una riquísima historia de sucesos, logros y hasta frustraciones, ocurridos durante más de cien años que- hoy se percibe con claridad- en materia artística y a través de su orgullosa Escuela de Arte, que nunca renunció al postulado fundamental de construir a través de las artes plásticas una identidad reparatoria, enriquece desde un lugar propio, el arte de los argentinos. 

(x) Por un involuntario error, en el módulo anterior se señaló que Pierrot-Tango, la obra de Santiago Stagnaro. había sido pintada en el año 1912. La fecha correcta es 1913.

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