ORBAYADA

En el corazón de Europa

Una refugiada entra en el vagón del tren y deja sobre la mesa un cartel rojo, mecanografiado en mayúsculas, pidiendo limosna. Está sola. Es viuda. Una cigüeña alba encima de un árbol, lejos de su campanario, admira el campo sembrado de nieve. Casas. En el corazón de Europa no hay humo en las chimeneas, fluyen los ecos de la historia allá donde vayas. Al sur de Bruselas Waterloo, al sureste Las Árdenas, gestas y estrategias que hicieron caer imperios y perder grandes batallas.

Waterloo. A 23 kilómetros de la actual Bruselas, hace más de doscientos años, a su regreso de la isla de Elba, tras la condena y orden de captura del Congreso de Viena, un hombre huido decide tomar Bruselas atacando Países Bajos, centro neurálgico de reunión de las tropas aliadas. Hay ambición desmedida en su mirada. No presume de razas superiores, lo hace de la grandeza de Francia. Su propia grandeza. Lluvia y barro. Una batalla con cañones y soldados a bayoneta calada, que a las pocas horas acabará en gesta amarga; la peor de las sorpresas para el mejor de los Generales que pierde frente a un duque, un militar, un político y un estadista británico. Lluvia, niebla, frío, orgullo, tierra sembrada de huellas de botas y cascos de caballo; millares de muertos por la ambición y el ansia. Viudas. Madres de hijos arrebatados. Llantos. Napoleón una película que pudiendo ser soberbia se queda poco más que en chanza.

Las Árdenas. A una distancia de poco más de ciento cincuenta kilómetros y ciento treinta años de la batalla de Waterloo, en Berlín un loco sueña con una victoria que le permita una paz negociada para seguir batallando contra los rusos que le amenazan. Quiere una tregua en el frente occidental y concentrar en el oriental su poderío militar para detener a los que avanzan. Ávido de rememorar la historia lanza una contraofensiva para tomar Amberes intentando abrir paso a sus tropas por Francia. El frío metido en los huesos y las almas atravesadas de cientos de miles de soldados. Tanques jugando al escondite en los bosques, esperando la señal para mostrar la última palabra. Árboles cubiertos de muérdago. Una densa niebla que impide que los aviones de la fuerza aliada ayuden desde el principio en la batalla. Ríos que serpentean y en los que las aguas dulces bajan saladas teñidas de sangre, absorben los ruidos de la batalla. Troncos grises caídos, arrastrados por la corriente. Nieve, hielo, piedras, ramas. Predios pateados que ocultan deliberadamente surcos de la maquinaria pesada. De nuevo más soldados con la bayoneta presta. De nuevo millares de muertos. Más viudas, más madres a las que les devuelven a sus hijos extintos y helados. De nuevo el preludio de la derrota decisiva; de la última batalla y después, el suicidio. El Hundimiento.

De vuelta a Bruselas, La Grand Place y el Manneken Pis, la estatua de un niño desnudo haciendo pipí que simboliza el espíritu libre de sus habitantes. El impúber más veces secuestrado, replicado y robado, no solo por ejércitos enemigos que hablan inglés y gabacho, sino también por delincuentes y estudiantes. El único que tiene casi un millar de vestidos y al que el mismísimo Luis XV además de regalarle un traje con brocado de oro, le concedió la Orden de San Luis. Un niño viejo que, de réplica en réplica, ocupa un lugar destacado en la ciudad y del que desde hace más de seiscientos años se cuentan miles de historias, mucho antes de que Napoleón o Hitler le atormentaran. El chico observa con sorna, mientras micciona, las miradas atentas de propios y extraños. No está solo. Desde 1987 muy cerca, en la calle Impasse de la Fidélité, está Jeanneke Pis. Una niña esculpida en piedra caliza de sonrisa burlona que, con coletas y en cuclillas, hace lo mismo que él. Casi nadie la conoce. No le importa. Cuando crezca será madre, llorará como ellas, aunque nadie la engalane con soberbios vestidos, todavía.

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