Tinta en la torre

El aroma de lo vivido y el placer de lo escrito

Aunque poco cultivado por los escritores latinoamericanos, el género de las memorias reviste una importancia que trasciende el orgullo y la expiación del pasado. Siempre proclives a la polémica, los intelectuales han hecho del recuento de sus ascensos y glorias un relato para llevar al cadalso a sus viejos detractores y mitificar sus vivencias. Gracias a ese examen detallado de sus vidas hemos sabido de la ardorosa militancia de Günter Grass en la temible Waffen SS y de los rituales de iniciación sexual de Gabriel García Márquez. Por una u otra razón, las autobiografías suscitan avidez en los lectores que siguen con obstinación la obra de quienes en el punto cimero de sus carreras optan por mirar atrás y sopesar sus vivencias con el escalpelo forjado en los años vividos. 

En abierta contrariedad a una creencia que ha obrado casi como maldición en ciertos círculos literarios, Fabio Martínez logró escribir en medio de los dogmas y asfixiantes rutinas de la vida académica universitaria. Más de 13 libros escritos sin asomo de los esnobismos teóricos que permean la labor docente, y una impronta narrativa construida con disciplina e inagotable creatividad, testimonian una vida intelectual de viajes y debates, de observación permanente de la realidad y consagración literaria sin distracciones ni diletantismos. Perfume de Cadmia, el libro de memorias que escribió durante la pandemia del Covid – 19, y que el sello Sial Pigmalión ha publicado en su colección Ex Libris, relata ese prolongado viaje de dedicación a la escritura. 

Como es frecuente en la tradición literaria de occidente, la figura paterna determina los motivos que afianzan o desestimulan una vida de dedicación a la escritura y los libros. Al igual que Mario Vargas Llosa, que en su libro de memorias El Pez en el agua, relata el episodio del día que conoce a su padre en Cochabamba, la pregunta por la inexistencia del hombre que daba órdenes y fijaba las reglas de convivencia en las casas de sus primos, impele a Fabio a encontrar un asidero en la vida. Este tema, indagado con suficiencia por ensayistas y críticos, en este libro despliega una renovada dilucidación. Bien sea por el autoritarismo que encarnan o el vacío de poder que una madre se esfuerza en llenar, el padre, con sus lecciones y rituales de genuflexión, cuando no es más que una presencia espectral, siembra en el niño interrogantes, que, para fortuna de la literatura, Fabio Martínez decidió convertir en razones fundantes de su escritura. 

Su temprana vinculación al teatro, en un periodo de la vida nacional de exacerbada ideologización, en el que el arte no podía concebirse divorciado de la política, es narrado con el desparpajo y gracia que identifican sus novelas. Es destacable la afirmación que el lector encuentra en el capítulo titulado La Maravillosa Utopía: “Desde aquella tarde que recibí la epifanía, no dudé un solo instante en hacerme escritor. Pero un escritor no se hace por decreto. La escritura es un largo destino íntimo que está lleno de tristezas y vicisitudes”. Fiel a ese derrotero, el futuro autor de Un habitante del séptimo cielo emprenderá un camino en el que se manifestará un desbordado interés por la vida cultural de Cali. En esta ciudad germinará – al son de la música y las tertulias, la bohemia y las lecturas – una obra que, valorada en su conjunto, ha palpitado al compás de los latidos de su entorno. Fabio Martínez jamás ha padecido del rubor del provinciano ni ha estilado el caricaturesco cosmopolitismo que algunos enrostran para desconocer su origen. La lectura de estas memorias es también la posibilidad de conocer una vida intelectual alejada de los fanatismos y cimentada sobre una de las cualidades más escasas en el muchas veces venenoso bestiario de los letraheridos: la generosidad. 

Gracias a estas páginas sabremos de la evolución de sus compañeros de generación con un tono evocativo que pincela estampas nostálgicas y festivas. William Ospina, Julián Malatesta, Fernando Cruz Kronfly, Eduardo García Aguilar, Julio Olaciregui, Óscar Collazos, Héctor Sánchez, Boris Salazar, Umberto Valverde, Darío Henao, Adolfo León Gómez, Carlos Patiño, y decenas de nombres más, cobran protagonismo en la medida que los episodios del país y el mundo desfilan siempre observados desde un prisma analítico. La asunción de la vida literaria como una actividad de diálogo y reflexión, de amistad y goce, es una actitud inusual en los tiempos que corren. La hostilidad desatada por los legítimos deseos de figuración, y una antropofagia agravada en algunos casos por la precariedad de las condiciones existenciales, hacen de la literatura un arte asediado por las maledicencias y las inquinas. Perfume de Cadmia es un libro para resignificar varios de los clichés de la escritura. Es una obra para comprender que la literatura sin presunción ni soberbia también es posible. 

Los viajes han sido una necesidad en los escritores latinoamericanos. El desarraigo y la extranjería han sido estados ambicionados por los novelistas para permitir que la ficción trascienda los límites de la parroquia. De sus muchas millas trajinadas, dos estancias son cruciales en el trasiego intelectual de Fabio Martínez: París y Montreal. En la primera ciudad, su maestro Claude Fell le propina un juicio que le permitirá revisitar las novelas canónicas de la literatura colombiana. “– Los colombianos tienen al Joseph Conrad latinoamericano: José Eustasio Rivera.” Este libro luego será objeto de un sesudo análisis en su obra El viajero y la memoria: un ensayo de la literatura de viaje en Colombia. En esta misma ciudad conoce y lee con avidez a Juan Villoro, Alfredo Bryce Echenique, Enrique Vila Matas y Osvaldo Soriano. Luego en Montreal, vive uno de los periodos que él califica de mayor productividad literaria. Escribe un libro de ensayos, una novela y un volumen de cuentos. De Europa a Norteamérica, sueños y proyectos de libros cambian de domicilio y se gestan sobreponiéndose a las dificultades de la supervivencia y las limitaciones del exilio creativo. 

Del trotskismo aprendido bajo la férula de Ernst Mandel hasta las noches febriles en Quiebracanto, de las afugias sorteadas con la ejecución del saxofón en el metro de París a la consolidación de una obra que con discreción y firmeza en los últimos 10 años ha llegado a un amplio universo de lectores en el ámbito hispanohablante. Perfume de Cadmia se lee con la fruición que proporciona la literatura de viajes y el exquisito placer de las postales que se observan para rememorar lo que merece perdurar en la frágil memoria. Como si un artilugio libresco se hubiera preparado en los laboratorios de la alquimia editorial, la sombra del frondoso árbol del trópico nos ofrenda su fruto en la lectura de estas memorias. El perfume de Cadmia se inhala y se disfruta.