PEN Colombia de Escritores

El espejo vacío del poder

ÉL, caminante ensimismado, solitario, mirando sin ver hacia todos lados de la multitud.

Sus ojos –párpados abotagados de pez bacalao, rojizos, de hombre desvelado o mal dormido siempre— son claros. Pero, su mirada huidiza parece carecer de un cerebro lúcido; entonces, sin conocimientos ni pensamientos. Es líquida, como esos días lluviosos de la Feria del Libro, vacía.

De pasos cortos como corta es su estatura.

Y vestido de paño gris del cielo invernal de la capital.

Yo lo sigo a prudente distancia. De un stand de libros a otro, de un editor nacional a otro internacional.

Camina, desplazándose como un autómata.

El pecho –antes de pavo real en el paraíso perdido de la política-- es ahora un tanto hundido, seco. Como de náufrago en las arenas inhóspitas de la ciudad estrepitosa, de mar de leva del Mal.
El abundante bigote es blanco y canoso el cabello. La cabeza desproporcionada para su estatura le pesa sobre los hombros, ayer victoriosos de su propio poder, hoy derrotados.

Continúa transitando en su insignificancia y sola soledad. De pronto, aquí y allá mira de soslayo tratando de identificar y detenerse en un rostro conocido, en un nombre o voz que lo reconozca de alguna manera.

Me recuerda “El hombre de las multitudes” de Edgar A. Poe… Solitario como hueso sin carnadura ni humana ni social. Un fantasma de día, un innombrable de la noche.

Ayer, dice la fábula de Esopo, respiraba y respiraba y su pecho esponjado era el de un comandante (o comendador inquisitorial) de muchas estrellas y galones. Caminaba por todo el país, y por las primeras páginas de periódicos, radio periódicos y noticieros de televisión, con las mandíbulas y los puños apretados. Una fiera de la Constitución del 91. Con los ojitos puestos en un solo punto: el poder, y el supremo poder.

Temible, mucho peor, temido; en especial por la clase política en proceso de ocho y ceros. Las huellas de sus pisadas eran memorables por la metralla de sus tacones de cuero o madera. 

Rodeado de círculos de guardaespaldas, cuando pasaba con su séquito armado dejaba un inconfundible olor de invencibilidad.

Todos los ojos del país de Colón –colonizados nosotros-- cabían en su mirada oblicua. Y sus decisiones implacables, desmoronaron poderes regionales a nombre de una moral o ética pública. Todo el Congreso temblaba –asimismo el señor Presidente de la República de entonces, con su elefante a cuestas-- como gelatina blanca de pezuña de buey.

Dios, diosito tronante, castigador. Su segundo al mando, clon del poderoso, era jupiterino.

Derrumbaba muros de infamia de los políticos del Cartel de Cali con su voz estentórea.

Pero, alguien en el camino psicótico del poder le vendió la idea de subir escalas todavía más altas. O surgió de su propio y pobre caletre. Porque, se dice en el imaginario popular: todo colombiano desde niño desea ser Presidente. Entonces, mentira o verdad, renunció a su cargo fiscalizador. Y pretendió presentarse a elecciones. Y nada ocurrió. Nada.

Hoy, solo solitario se mira al espejo de nuestras miradas y no encuentra su imagen perdida, porque ésta sólo habita su memoria desvanecida en el aire. Hoy está vacío por dentro y por fuera. Y su diario transcurrir es monólogo silencioso. Un monólogo delirante, como ocurre con los sentimientos de culpa políticos.

Hoy es “don Nadie”. Mal amado. Mal recordado y bien olvidado. Un borrón sin cuenta nueva. Aquí, una borronadura.

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