De otros lados

Después de las cinco

Yo no sabía lo que pasaba después de las cinco. Había, eso sí, una pausa: si antes estábamos comiendo o hablando del día, incluso preparándonos para salir a dar una vuelta, a las cinco todo se daba por concluido, aunque tuviera ya las medias puestas. Luego, a las siete, se reanudaba la vida, o eso sucedía por lo menos al principio. 

Me lo preguntaba poco, pero me lo preguntaba de verdad: ¿sería que le agotaba la labor de  masticar veintisiete veces la comida? ¿Sería, si no, el desvestirse lentamente, sacarse de en medio la ropa y contemplar su desatada figura? Tal vez la simple distancia de quien quiere tanto que teme quedarse con el hueco de la nada. Un día, preguntándomelo durante un largo rato, me provoqué un dolor de cabeza tal que decidí no preguntarme más lo que pasaba. Pero aquello  fue inviable. Pasaban los años y con ellos se añadía otra hora a la espera, otros veinte minutos, siete de cortesía. Pasé de sentarme en la entrada con mi desacuerdo y mis medias sin gastar a  buscarle por casa, primero en su habitación, luego abajo de los jarrones o dentro de la despensa, sin éxito alguno.  

Cambié de medias a pantalones y de pantalones a cualquier cosa. Aprendí a estarme con el silencio y a observar por la ventana el canto de los pájaros: el que hace tal que así, el que silva despacio, el que es negro con el pechito anaranjado. En uno de esos ratos, dando mi ya rutinario paseo por la casona, encontré una puerta muy pequeña a los pies de un mueble, intencionalmente cerrada. Una puerta no tan vieja como el resto de nosotros. Me tumbé para intentar mirar por el cerrojo, tratando de enfocar la vista con un papel enrollado, pero sólo veía entrar un muy preciso rayo de luz. 

Al final, ya quedaba sólo el polvo de aquel tiempo. La humedad de las paredes se replicaba en mi espalda. Creo que ya no había nadie. Aun así, me seguía paseando por la puerta, cada vez más de mi tamaño. Ahí escuchaba ahora a los pájaros que ya no podía mirar en sus copas.  

Cuando volvieron a dar las cinco, vi en el corredor una ligera luz amarilla. La puerta entreabierta daba a una estancia que no había visto nunca. Él estaba detrás de la ventana y cantaba igual que cualquier ave.

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