Reseña de La aventura de Job (Drama en dos actos) de Luis Saénz de la Calzada

Edición, introducción y notas de M.ª Ángeles Varela Olea. Madrid, Pigmalión Ediciones, 2023, 136 pp.
 
Cubierta La aventura de Job Candilejas
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Una noche de primavera de 1932 Luis Sáenz de la Calzada se emborrachó por primera vez. Era un joven estudiante de Medicina leonés que vivía desde hace un par de años en la Residencia de Estudiantes. Allí ya había entrado en contacto con integrantes de La Barraca, grupo de teatro universitario creado meses antes que ensayaba en el Auditorium de la Residencia bajo la dirección de Federico García Lorca —y Eduardo Ugarte—, pero a él no le conocía en persona aún. No hasta la tarde que precedió a esa noche de primavera.

Qué glorioso fue y qué breve aquel tiempo en el que todo parecía posible. ¿Le parecería al joven Luis posible que en medio de la resaca del día siguiente el propio poeta, ya autor consagrado, se presentara en su habitación y le reclutara para la aventura de su vida? La fascinante figura de Lorca le cautivó y se dejó contagiar para siempre la pasión por el teatro. Se inician en esos meses las representaciones, la compañía sale de gira por provincias, dotándose el proyecto universitario de una misión pedagógica que lejos de ideologías trata de llevar las obras a los que nunca han pisado un teatro. Sáenz de la Calzada descubre gracias a Lorca que sabe actuar, y además, él que pintaba y dibujaba desde siempre, encuentra en La Barraca el medio perfecto para desarrollar sus capacidades artísticas, pues se pretende una renovación de la experiencia teatral que da una importancia clave al vestuario, la luz y los decorados —colaboraron en los montajes Benjamín Palencia, Ramón Gaya, Alberto Sánchez, José Caballero…—. La Barraca no es pues para él un pasatiempo, es una forma de vivir y de entender el mundo que aúna literatura, arte, juego, camaradería y libertad. De admirador de Lorca pronto pasa a convertirse en amigo de su círculo más íntimo y así, en testigo principal de una de las experiencias de vida y de arte más significativas del siglo pasado.

Todo esto y mucho más lo desarrolla, con rigor y sensibilidad, M.ª Ángeles Varela Olea, profesora de la Universidad Complutense especialista en literatura española de los siglos xix y xx, en el iluminador prólogo que acompaña a su edición de La aventura de Job, pieza teatral inédita de Luis Sáenz de la Calzada (1912-1994), interesantísima y rara figura dentro del panorama cultural español del siglo pasado, que prácticamente no publicó en vida. Muestra Varela cómo más allá de su obra, la propia persona del autor, su biografía, sirve para explicar las sensibilidades, las influencias y las esperanzas del panorama artístico e intelectual de antes de la guerra y las decepciones, los silencios y las soledades de después. 

La Residencia de Estudiantes, La Barraca, los barracos, Lorca —pero también Neruda y Alberti, y Moreno Villa e incluso Dalí y Buñuel— marcarán su vida y su arte para siempre. Por la fascinación que todo ello ejerció sobre él, prolongó su vida de estudiante más de lo que le hubiera correspondido, y de pronto, o no tanto, la guerra, y él se agarró a las tablas, aunque ya no fueran las mismas —será Luis Escobar a través de José Caballero quien lo rescate primero en La Tarumba, luego Teatro de la Falange, luego Teatro Nacional—. De familia liberal y progresista, con un padre vinculado a los gobiernos republicanos, con hermanos que se ven forzados al exilio, Luis tratará de pasar desapercibido y escogerá el teatro para resguardarse del helado y espantoso jarro de agua fría que supone la contienda, pero seguirá actuando solo hasta dos o tres años después de que esta acabe. Al fin, con la dictadura firmemente asentada, con las ilusiones perdidas, pone los pies en el suelo, vuelve a León, a su casa, y se convierte en otro sin dejar de ser el mismo —sus misteriosas pinturas y tantas páginas guardadas en los cajones lo saben—. A lo largo de los más de cincuenta años que aún habrá de prolongarse su vida tras la guerra, Luis Sáenz de la Calzada será un reputado dentista —llegó a ser, entre otras muchas cosas, presidente de los dentistas leoneses durante la década de los sesenta—, y un respetado vecino que, si bien se sabe que pinta cosas un tanto extrañas para un dentista, prácticamente nadie conoce que escribe poemas, muchos, y no malos —algunos de los cuales se agruparán tras su muerte en Pequeñas cosas para el agua (Ave del Paraíso, Madrid, 1996) y Pequeñas cosas para el agua oscura (Eolas, León, 2003), pero muchos otros permanecen inéditos—. Para el primero de estos títulos, Pequeñas cosas para el agua, la familia le pidió a su amigo Antonio Gamoneda un prólogo en el que, tan desconocedor de esa faceta como casi todos, dejó patente su sorpresa y su admiración.  

En definitiva, cuando el lector, que lo normal es que hasta ahora no hubiera tenido demasiado conocimiento de la figura del autor, al menos no en su faceta literaria, llega a La aventura de Job, lo hace ya comprendiendo que lo que va a leer no es cualquier cosa.  

Lo que va a encontrar el lector es un auto sacramental digamos, siguiendo a Alberti y su hombre deshabitado, que bastante desacralizado. Aunque no está fechado, Varela nos explica que su redacción podría datarse a partir de 1969 (que es cuando aparece el álbum de Joan Manuel Serrat Dedicado a Antonio Machado y que incluye “Cantares”, alguno de cuyos versos se cuela en la obra), pero que sin duda la idea estaba en ya en el autor desde treinta años atrás. Varela habla de “obra anacronista del insilio” para referirse al texto, pues efectivamente tiene su origen en esa recuperación del modelo del auto sacramental que hacen los del 27 para partiendo de la tradición romper con ella al plantear el absurdo de los dogmas aprendidos. Sáenz de la Calzada, que ha representado tras la guerra varios autos contemporáneos en la compañía del María Guerrero, va madurando la idea durante su largo insilio, y volcará en su texto, oscuro, mordaz e irreverente, todas las dolorosas preguntas que no ha conseguido ver respondidas en esos años. 

El tema escogido es en sí mismo muy revelador. El libro de Job pertenece, de los del Antiguo Testamento, a los llamados libros sapienciales, aquellos cuyo fin es enseñar, es decir, responder preguntas, en este caso tan esenciales y primeras como por qué sufre el hombre, qué sentido tiene su dolor. Se lo preguntaban en el vi a. C. y nos lo seguiremos preguntando hasta el fin de los días. La respuesta bíblica, envuelta en poesía, es que el dolor es un misterio, un misterio de la sabiduría divina. Al autor, que ha vivido una guerra y después ha visto alargarse sus efectos y consecuencias durante décadas sin que nadie pidiera perdón ni diera explicación alguna, eso del misterio se le queda muy corto. Quiere respuestas, al dolor y la guerra, a la pérdida injustificada de todo lo bueno y lo bello, y las quiere del propio Dios, que salga el encargado, por favor.

Quien más quien menos conoce la historia, Job lo tenía todo. Era muy rico, tenía una gran familia, era querido y respetado, un gran señor. Y era virtuoso en extremo, el mayor de los justos, temeroso de Dios. Así las cosas, Satán, ante el orgullo con que Dios le habla de su siervo predilecto, plantea allá en el cielo, donde se ha colado, que Job es bueno y recto porque es fácil serlo cuando todo va bien, y propone poner a prueba esa virtud. Dios le deja hacer. Satán no solo le quita a Job todos sus bienes entre sangre y fuego y acaba con toda su descendencia, sino que le arrebata la salud, pudre su carne y le colma de dolores insoportables. Tras tiras y aflojas —pues tampoco en la Biblia Job calla y acepta sin más, llegado un punto grita y se queja y trata de entender, solo que lo hace en la segunda parte del relato, la más larga y compleja, y por cierto, muy bella, compuesta en versos sin rima ni medida, pero con un ritmo potente y una expresividad vibrante que se acerca a la del 27 y que podemos comprender que hiciera removerse a nuestro autor—, Job acabará asumiendo que Dios manda y dispone y el Señor, satisfecho, le reintegrará multiplicado lo que Satán le había quitado. 

Job ha pasado al imaginario colectivo como el epítome de la paciencia, pero más precisamente quiere serlo de la resignación. El relato bíblico pretende fijar el valor de la aceptación, el ser humano debe, consciente de su pequeñez, aceptar sin más la grandeza y sabiduría divinas y no cuestionar lo que de ella le llega. El dolor es inherente al ser humano, es preciso que lo amemos. Sáenz de la Calzada prefiere darle aire al Job peleón. Él también se vio despojado de su paraíso, de su vida anterior, también lo perdió todo y sufrió sin entender. Escribir, aunque sea para dejar lo escrito en un cajón, es una forma de preguntar. Tanto en la Biblia como en el drama son personajes importantes los amigos de Job. El santo varón no solo se arruina y enferma, sino que ve cómo se le niega el último consuelo, el de la solidaridad y la comprensión. Sus amigos, tan queridos y fieles en los buenos tiempos, se aferran ahora en los malos a la teoría de que Dios no castiga sin motivo y no toleran que Job se queje de su suerte, pues sin duda ha de merecerla. El autor, que ha vivido en el silencio impuesto y la soledad de los que se sabían perdedores, no quiere callar, pues sabe que nadie merece el sufrimiento.

La aventura de Job sigue el relato bíblico en principio, es un buen punto de partida para poder ensamblar en él todo aquello que se ha ido colando en su sensibilidad. Las imágenes oníricas del surrealismo tanto en lo pictórico/cinematográfico como en lo literario conforman ese infierno en el que moran Lucifer y la Sombra, oscura personificación del pecado que es el motor del plan: un infierno repulsivo con ecos del Dalí de lo flácido y lo siniestro (“si tus ojos reflejan desprecio y cisnes muertos”), de lo putrefacto de Buñuel, de la “Danza de la muerte” lorquiana. El propio Lucifer, tan protagonista como Job, ambos a su modo ángeles sin alas, nos lleva a Alberti: “¡Volad! / —No podemos. / ¿Cómo quieres que volemos?” (“Los ángeles crueles” de Sobre los ángeles). Se acerca el autor a sus referentes éticos y estéticos, pero también se aleja, y crea algo distinto, lo hace distinto sobre todo el humor amargo, la ironía que trata de rebajar lo intenso de lo propuesta, el espíritu burlón, los infinitos juegos de palabras, la irrupción de lo cotidiano y popular en las esferas más altas (“tres cosas hay en la vida”, dice Dios), al fin de cabo, han de notarse los posos del trayecto de los treinta a los setenta. 

Absolutamente desacralizada la óptica con que se dibujan los personajes. Dios y Lucifer se aburren mortalmente y se dedican a jugar y apostar con la vida de los hombres, Dios es infantil, fatuo y caprichoso, un tramposo inconsciente que juega a los dados, Lucifer, un afectado zalamero. Ni Job, que precisamente por ser hombre es el que tiene mayor dignidad, se salva de la ridiculización, y es presentado como un viejo bebé llorón con vello púbico. En definitiva, todo un ajuste de cuentas con lo más serio y sagrado de la ideología de la España más tradicional que se impuso por la fuerza. 

Es novedoso también el final de la historia. Job, repuesto y compensado, tarda en morir pero muere, y cuando sube al cielo, se encuentra a Lucifer, que no tira la toalla y con engaños le azuza para que no deje las cosas como están y le exija a Dios la explicación que le debe. Solo así podrá borrar su cicatriz, esa que comparte con el autor y no se borra por más que pasen los años. No desvelaremos cómo acaba la cosa, solo diremos que en esa última conversación cambian las tornas y, entre Dios y el hombre, este último es ahora el sabio, porque ha vivido y sufrido. Nos deja La aventura de Job un regusto amargo, pues a nuestro pesar sabemos que el autor tiene motivos para el pesimismo que empapa las últimas líneas, y que en el fondo es verdad, Lucifer siempre gana. Sea como sea, apostemos nosotros también, a favor del hombre que, a merced de tantas cosas, llamémoslas Dios, circunstancias o vida, no olvida nunca lo que amó y a través de los años le rinde secreto y furioso homenaje.