Blog | Cotidianidades, la cultura de lo mundano

Querido verano,

El año solar se divide en occidente a través de estaciones. El verano, la estación con más días, más luz y menos lluvia en el hemisferio norte, se presenta ante la mayoría de nosotras como un oasis. Irónicamente, el verano es psicológicamente la estación más corta. Agosto se convierte en el mes en que todo pasa, un impasse que auspicia tanto las primeras siestas interminables como los últimos días de sol y playa, apura los últimos helados y permea las despedidas de quienes más queremos.

Quizás durante el verano sucedan todas aquellas cosas que recordaremos durante el resto de este nuevo año. Para muchas, el verano es el fin del curso escolar, y o bien te dediques a la docencia o formes parte del sistema educativo, el verano es el culmen del esfuerzo, un periodo distensivo en el cual, por fin, vivir. 

Cuando vuelvo a mi casa por vacaciones de verano, las preguntas siempre son más o menos las mismas: cómo te va, dónde estás viviendo ahora o por cuánto tiempo te quedas. Menos intrusivas que aquellas formuladas en las cenas de Navidad, una las responde usualmente con alegría. Sin embargo, a medida que una crece, se da cuenta de que aquellos verano soñados en la infancia son cada vez más difusos, y de que todos esos amigos con los que una se reencontraba para por fin disfrutar, ahora están lejos o su verano ha sido compactado en un par de días o con suerte semanas. De cualquier modo, los reencuentros son dulces, y el placer por abrazar a quienes queremos se intensifica con el calor.

El verano es también tiempo de nuevos amores: el director post nouvelle vague Erich Rohmer dirigió en 1986 Le Rayon Vert, convirtiendo el verano de Delphine en una búsqueda hacia el amor ajeno y propio, descubriendo finalmente ambos. El verano, la época de la impasividad, donde todo pasa cuando no pasa nada inspiró a Rafael Sánchez Ferlosio para escribir El Jarama, libro que le valió tanto el premio Nadal de literatura en 1955 como el Premio de la Crítica dos años después. Jonás Trueba retrató en La Virgen de Agosto el verano de Eva, una joven forzada a pasar su verano en la calurosa Madrid. La película es una oda a las infinitas oportunidades que ofrece la estación estival.

Pero el verano pasa y los baños en el mar o río se acaban, así como las horas de sol infinitas, las verbenas y los helados. El fin del verano parece, a veces, el fin de todo lo bueno. Dice Íñigo Domínguez en Polo de Limón que el verano es el auténtico paso a otro año, la Nochevieja está mitificada. Mucha gente deja a la novia o al marido en verano, o el trabajo, o la casa, o su ciudad, para coger fuerzas y a otra cosa mariposa. Quizás Domínguez tenga razón, y toda nuestra vida se dirija al verano como cúlmen. Durante el verano empieza una nueva vida y con ello todas las posibles. ¿Qué ocurriría con nosotras si viviésemos de verano en verano? Hace unos meses se popularizó en la red social TikTok un vídeo de una influencer italiana que afirmaba precisamente esto: el verano como vida real, el resto del año como prólogo de este. 

Sin embargo esta idea deja el fin del verano con un sabor de boca amargo, pensando que lo venidero se anticipa como insatisfactorio. El verano da lugar al entretiempo, ese periodo liminal entre estaciones que surge como otro nuevo comienzo. Pensemos entonces en septiembre y no enero como el mes recién nacido. Civilizaciones como la etíope o religiones como el judaísmo celebran el año nuevo en septiembre: un tiempo de nuevos propósitos, de nuevos yoes. De igual modo, esta columna nace en septiembre como una reivindicación de lo mundano y las pequeñas cosas, como un revestimiento del mundo que proviene de una mirada atenta y dedicada a apreciar lo inapreciado. 

Disfruten del final del verano, de los helados que se derriten en las manos y en los últimos abrazos antes de empezar de nuevo.