Desde el otro lado

El poder y la locura

Miguel Reyes Sánchez
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El ejercicio del poder es efímero. Tantas veces en la historia de la humanidad hemos visto cómo quienes lo detentan hasta en pequeñas dosis llegan a pensar que son seres elegidos por los dioses y que siempre estarán en su olimpo. Muchas veces se olvidan que hasta la vida misma es finita.

Cuando hurgamos la historia encontramos personajes que enloquecieron en el ejercicio del poder, como el emperador romano Calígula (Cayo Julio César Augusto Germánico fue emperador romano desde el 37 al 41 d.C.) que llegó hasta a designar su caballo preferido “Incitato”, como cónsul y sacerdote.

Al leer la obra “Calígula: el Emperador loco de Roma” de Stephen  Dando-Collins, encontramos un análisis riguroso del estado mental del personaje. Cuando traza su retrato vamos descubriendo como el efecto del poder puede obnubilar a una persona. Aunque en el caso particular de Calígula, ya venía dando señales de locura desde mucho antes de asumir como emperador.

Otro hecho insólito, entre los abundantes que registra la historia, fue cuando Calígula, famoso por sus orgías salvajes,  se hizo tristemente célebre “por capitanear al menos a 250.000 soldados en una campaña contra Britania que acabó con la orden aparentemente absurda de recoger conchas en la costa francesa como trofeos de guerra”. 

Entre esos devaneos mentales del emperador, los historiadores han documentado centenares de episodios como pruebas de su locura. Pero un episodio en especial fue, tal y como el legendario intento del rey Canuto de detener las olas, Calígula no se quedó atrás y trató de detener las olas en las playas francesas, ambos hechos calificados como unas de las grandes locuras de la historia de la humanidad. 

El rey Canuto el Grande (995-1035 d.C), señor de Inglaterra, Dinamarca, Noruega y Escocia, dio la orden al mar de que las olas no lo tocasen para demostrarles a sus cortesanos que era todopoderoso. Al ver que no podía hacerlo se dio cuenta de su estado mental.

Esta alucinante historia cuenta que el rey Canuto congregó a sus cortesanos en la playa, a los pies de su castillo. Pidió que le llevaran el trono y lo situaran en la orilla. Todos entendían que era otra locura de las del rey, quien ya se autodenominaba “Gran rey Canuto, que gobierna nuestra tierra, a quien el sol, la luna y las estrellas obedecen”. Pero éste, imperturbable, alzó una mano y dirigiéndose con voz alta al océano le dijo:

Eres parte de mi dominio, y has de saber que el suelo en que se encuentra mi trono me pertenece, y todavía no se ha oído hablar de nadie que haya desobedecido mis órdenes impunemente. Por ello te ordeno que no crezcas, ni invadas mi tierra, ni mucho menos oses humedecer las ropas o el cuerpo de tu señor”.

Desde luego, quedó bañado por las aguas, que no le hicieron caso, y ya cuando casi se ahoga el monarca se retiró. 

Ante el asombro de todos y con gran serenidad en el rostro Canuto se volvió, en un momento de lucidez, dándose cuenta de sus demencias y les habló de la siguiente manera:

Todos los habitantes de este mundo sepan que vano y trivial es el poder de los reyes, y que nadie merece el título de rey, salvo aquél a cuyas órdenes el cielo, la tierra y el mar obedecen por leyes eternas”.

Se arrancó su corona, se la puso a una imagen de un Cristo y se trancó en su castillo hasta su muerte.

También estuve leyendo “La locura en el poder” de Vivian Green, otro libro interesante sobre la enajenación mental de los gobernantes en la historia, al sumergirnos en un apasionante recorrido por las desquiciadas vidas de los más célebres monarcas y dictadores locos.

Entre ellos, los más célebres locos, desde los emperadores romanos (Calígula, Tiberio, Nerón, Heliogábalo); la Edad Media inglesa con Juan Sin Tierra -sádico e inestable- el desdichado Eduardo II, Ricardo II y el rey santo Enrique VI; una imperdible serie de tontos y trastornados entre los monarcas españoles; los osos rusos Iván el Terrible y Pedro el Grande; el decadente Juan Gastón, último de los Medici; Enrique VIII y el chiflado Jorge IV de Inglaterra; Cristián VII de Dinamarca, excéntrico y violento, y el gran Luis II de Baviera. Patéticos, locos, neuróticos son los dirigentes políticos elegidos del siglo XX: Stalin, Wilson, Churchill, Hitler, y Mussolini.

El libro de Green nos ofrece una constelación de esos personajes inestables psíquicamente, quienes desde sus posturas momentáneas de poder impusieron sus locuras, excentricidades multiplicadas por su impunidad, maldades y perversidades, brindándonos imágenes tremendas, obscenas o divertidas, pero siempre perturbadoras. 

Esta obra es un análisis sopesado de cuánto influyó el ejercicio del poder en el brote de sus trastornos personales en el desempeño político. Pregunta que, se puede plantear hoy a unos cuantos gobernantes, en ejercicio o por llegar, en apariencia sanos, pero que con sus ejecutorias emulan a aquellos personajes de la historia.

Nos queda la fascinante tarea de seguir hurgando e ir recordando o descubriendo cómo el poder puede trastornar a algunos individuos y por consiguiente llevar a sus pueblos al caos.