Opinión

Besos con lengua

A mediados del siglo pasado, cuando el médico le comunicaba a unos padres que su hijo era imbécil o idiota, ninguno se ofendía, porque eran dos categorías diagnósticas propias de la oligofrenia, o retraso mental. En el caso del imbécil, su cociente intelectual (por caridad: eviten decir coeficiente) no superaba el 60 por su incapacidad para leer y escribir, y en el caso del idiota, su CI llegaba como máximo a 30, por sus dificultades hasta para comunicarse. Y como la lengua viva de la sociedad acabó convirtiendo dichas categorías en lamentables insultos, éstas fueron sustituidas por otras nuevas, como ocurrió con el antiguo trastorno maniaco-depresivo, llamado hoy trastorno bipolar. La ciencia se adapta a la lengua, como ésta se adapta a la evolución de la sociedad. Es decir: se sensibiliza. 

El buen uso de la lengua nos permite, por ejemplo, conocer las diferencias entre el lenguaje, la lengua y el habla. Mientras que el lenguaje es nuestra capacidad innata para usar los signos orales, escritos y gestuales de la lengua, y ésta es el sistema de comunicación formado por los signos orales, escritos y gestuales que usamos para comunicarnos dentro de un mismo grupo lingüístico, el habla es la expresión verbal del lenguaje, un complejo sistema por el cual una idea se convierte en un grupo de sonidos con significado propio para la persona que los escucha.

Pero en esta sociedad donde la palabra “maltrato” se usa tanto: maltrato escolar, animal, conyugal, ambiental..., muy pocos se preocupan por el maltrato de la lengua. La maltratamos mucho a la hora de hablar, más aún a la hora de escribir, pero la rematamos definitivamente cuando no reconocemos que la estamos maltratando. Quizá no somos conscientes de que, aunque nosotros usemos la lengua para hablar, la lengua también se usa a sí misma para hablar de nosotros. Principalmente porque, seamos conscientes o no, la usamos de una forma autorreferencial. El poder de la lengua es tan grande, que es capaz de desnudarnos públicamente en un minuto, aunque hayamos tardado una hora en vestirnos con el mejor de los trajes. Ya nos avisó Wittgenstein, en su Tractatus Logico-Philosophicus, una obra que por su alto índice que recomendabilidad, roza lo imprescindible: "Los límites de mi lenguaje, son los límites de mi mundo". Es decir: cuanto más pobre sea nuestra lengua, más pobres seremos nosotros, pues por más dinero que tengamos, nunca seremos tan ricos como cuando seamos capaces de expresar exactamente lo que pensamos, para que evitar así que los demás puedan pensar por nosotros. En su defensa, Wittgenstein escribió su ensayo desde la trinchera, mientras luchaba con el ejército austriaco en la Primera Guerra Mundial. Una bella metáfora de lo que deberíamos hacer los demás. 

El uso de la lengua nos permite ser herederos de un patrimonio, frente al cual no hemos hecho mérito alguno para poder beneficiarnos de todas sus posibilidades. Por eso, la lengua define a los que son respetuosos con ella. Y a los que no lo son, además de definirlos, los anuncia. Los anuncia tanto como los denuncia, pues la lengua es inmisericorde con aquellos que subestiman su poder. Si es verdad que somos lo que comemos, no es menos cierto que también somos lo que decimos. Además, la lengua tiene el poder de hacernos callar en el momento oportuno. Y como es humilde, cuando nos susurra al oído sus límites, nos regala palabras tan bellas como ésta: “inefable”. 

La lengua es tan sutil, que también nos permite conocer las diferencias entre sensación, emoción y sentimiento. Mientras que la sensación es la habilidad de sentir algo en el cuerpo a través de los sentidos físicos, y la emoción es la respuesta a un estímulo externo o de nuestra propia imaginación, el sentimiento es la capacidad de definir las características de una emoción determinada. Por eso, cuanto más hablamos de ese amor que nos emociona, más enamorados nos sentimos. La lengua, por ejemplo, nos permite saber que, mientras la alegría es una emoción, la compasión es un sentimiento. La lengua es tan maravillosa, que a veces es capaz de reconciliar a la poesía con la ciencia. Por ejemplo, los poetas siempre han defendido que es el corazón, y no el cerebro, la sede del amor. Quizá intuían lo que la neurociencia hoy ha descubierto: que el cerebro, a pesar de ser el encargado de procesar las señales de dolor de todas las partes del cuerpo, es, paradójicamente, el único órgano de todo el cuerpo incapaz de sentir dolor.

Hace mil ochocientos años, el retórico Hermógenes de Tarso afirmaba que la relación entre el nombre y lo nombrado es producto de la costumbre y la convención. Los nombres, decía, no expresan la esencia de las cosas y pueden sustituirse por otros, si quienes hacen uso de ellos lo deciden así. Esto es, exactamente, lo que ocurre cuando dos personas se enamoran: a medida que comparten experiencias, comienzan a crear una lengua propia. Tanto, que sólo ellos la pueden entender. Y esto, entre otras cosas, sirve para estimular y mantener su complicidad. Después de compartir juntos una situación determinada, cualquier palabra que antes tenía un significado común para todo el mundo, para los amantes puede adquirir un significado nuevo, gracias al recuerdo que les dejó. Por ejemplo, la pareja que se besó por primera vez en las Ramblas de Barcelona, la expresión "ramblear” puede cambiar de sentido, desde el día en que uno de los amantes le dice al otro: “Rambléame, por favor”. A partir de este momento, ramblear ya no significará dar un paseo por las Ramblas. Para ellos, ramblear supondrá pasear por el jardín secreto de unos labios, esos labios donde una lengua nueva se acaba de inaugurar. 

Es verdad que una imagen vale más que mil palabras. Pero también es cierto que un beso sincero vale más que mil promesas. Y cada palabra nueva o cada nuevo significado, es un homenaje que la pareja se hace a sí misma. De ahí que el amor a la lengua y la lengua del amor, al igual que los amantes, paseen siempre de la mano. Por eso, una vez que éstos se separan para siempre, para siempre salen volando todas las páginas de ese diccionario que ya nadie podrá volver a usar. La lengua secreta de una pareja es como el río de Heráclito: nadie puede bañarse dos veces en el mismo diccionario. La lengua es tan poderosa que, si pasados varios años después de la ruptura, uno de los amantes vuelve a escuchar inesperadamente la expresión "ramblear", es posible que se deslice por su mejilla una furtiva lágrima.

Una de esas lágrimas que sólo la lengua, y también la música, tienen derecho a evocar.