Opinión

Los gordos de Fernando Botero no podrán entrar al cielo

En la Calle Génova que desemboca en la Plaza de Colón de Madrid, exactamente entre el Paseo de Recoletos y la Castellana, se encuentra la escultura monumental, fundida en bronce, titulada “Mujer con espejo” del maestro colombiano Fernando Botero. 

La obra representa a una mujer coqueta, ingenua y voluptuosa, acostada boca abajo, y en su mano sostiene un espejo. Sus senos y sus nalgas siempre mirando al cielo madrileño, son continuamente manoseados por los turistas que se pasean por allí. 

Esta escultura, así como “La mano” que se encuentra más al norte, subiendo por La Castellana, sintetizan la estética volumétrica que inició el artista colombiano, desde que salió de Medellín, su ciudad natal. 

“Las gordas de Botero” como les llama popularmente la gente, y que se encuentran diseminadas en el Museo del Prado, el Museo Reina Sofía, y en las principales galerías del mundo, vienen de su juventud, cuando en la capital antioqueña, el joven pintor frecuentaba las cantinas y los burdeles. 

Por aquella época, Colombia era un país rural, campesino. Sus plazas se comenzaban a llenar de comerciantes y de cantinas que eran atendidas por hermosas mujeres, que provenían del campo. A estas damas que no guardaban la línea que hoy exige la pasarela de Cristián Dior, se las llamaban “coperas”, y eran graciosas, sensuales y coquetas. 

Fernando Botero tomó este modelo natural y lo comenzó a plasmar en sus cuadros y en sus esculturas. 

Luego de Medellín, se fue a vivir a Bogotá, en los años sesenta, donde sostuvo contactos con los jóvenes artistas e intelectuales de la época. 

En las redes virtuales circula una fotografía tomada por Hernán Díaz, en el barrio La Macarena, donde figuran Fernando Botero, Enrique Grau, Guillermo Wiedemann, Alejandro Obregón, Eduardo Ramírez Villamizar y Armando Villegas. 

La crítica argentina Marta Traba, tituló esta foto como “Los seis pintores contemporáneos colombianos”. 

Luego de Bogotá se fue a vivir a México donde absorbió la poética visual, trágica y colorida, de pintores como Diego Rivera, Frida Khalo y Rufino Tamayo. 

En Nueva York tuvo que enfrentarse al expresionismo abstracto y al Pop art representados en Jackson Pollock y Andy Warhol. 

De su relación con España, hay que registrar cuatro momentos que fueron determinantes en su vida. 

Su paso como estudiante por la Real Academia de Arte de San Fernando en Madrid, donde nunca se graduó. En aquella época, el joven Botero vivía de copiar a los pintores clásicos y venderlos a la entrada del museo. 

La tragedia fatal de su primer hijo Pedro, a la edad de cuatro años, arrollado por un camión en la carretera que va de Sevilla a Córdoba. De allí nació su lienzo “Pedrito a caballo” que se encuentra en el Museo de Antioquia de Medellín.

Su cuadro titulado “El niño de Vallecas”, que es un homenaje a Velásquez, y está colgado en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA). 

Y la famosa exposición de Madrid, que se instaló en el Paseo de Recoletos, en 1994, dando pie para que sus esculturas llegaran a Barcelona, donde el gato vigilante asoma sus bigotes en Las Ramblas del Raval, y “La Maternidad”, se toma la Plaza Escandalera en Oviedo, Asturias. 

Por razones obvias, los gordos de Fernando Botero no podrán entrar al cielo.