Opinión

Que no se acabe el verano

Coincide la publicación de esta columna con el fin del verano. Algunos lectores alzarán las cejas, ¡qué lejos queda ya agosto! Pero como siempre me gusta recordar a los múltiples deprimidos postvacacionales que rondan las mesas de los bares estos días, el verano sigue siendo una estación atmosférica, y su final oficial está marcado este año por la comunidad científica en el día 23 de septiembre: el equinoccio de otoño.

Los seres humanos que nos precedieron hace ya miles de años observaron por vez primera estos ciclos que el cielo nos otorga y, en una maravillosa manifestación de
creatividad común, los materializaron en tradiciones aquí en la tierra. Algunas las conservamos, resignificadas: La Navidad (el solsticio de invierno), la noche de San Juan (el
solsticio de verano) la Semana Santa (equinoccio de primavera). Los ritos que se repiten cada año son una constante en todas las culturas, tanto que son una parte sustancial de lo que entendemos por cultura. Podemos decir entonces que son una parte de lo que nos hace humanos: inventamos ritos cíclicos que den sentido al tiempo, que lo solidifiquen, que lo conviertan en un lugar común donde compartir con otros lo inevitable de la vida. Se convierte así cada rito (el ciclo anual, la rutina, la manía) en una referencia de seguridad para un cerebro prehistórico que todavía asocia lo impredecible a lo peligroso, con parte de razón, aunque sea solo la que le da la mera probabilidad. Leí el otro día, en una novela de Jenny Erpenbeck: "Tras la muerte de su mujer, se sintió aliviado de que el ciclo anual no le afectara. Las fiestas pasaban sin que él se diese cuenta. Pero el tiempo informe dura lo suficiente como para hartarse de él". Para hartarse, y para tenerle miedo.

Quizás es por ello que todos esos ritos, inventados por humanos vinculados a la naturaleza y a sus ciclos para alimentarse y organizar su día a día, siguen sobreviviendo a día de hoy, a pesar de que los humanos de la modernidad ya no sabemos qué es un equinoccio, ni asociamos el solsticio de invierno con el fin de la oscuridad más terrorífica, tampoco tenemos claro si es antes o después de carnaval cuando se recogen las patatas. En nuestra época, el verano ya no termina el 21 de septiembre, sino cuando a cada uno se le acaban las vacaciones. Los ritos que inventamos no tienen que ver con la luna, el sol o los frutos, sino con otras cosas: el Black Friday, San Valentín. En este nuevo mundo el adulto medio desea el 1 de septiembre ¡ojalá el verano durase para siempre! incluso aunque en el cielo, sobre su cabeza, brille el sol más redondo. El contexto que nos moldea, nos ocupa y preocupa es mucho más abstracto que el tiempo atmosférico: ¿el Estado? ¿las normas? ¿la sociedad? ¿el capitalismo? Hay respuestas para todos los gustos, será una mezcla. En este nuevo mundo las certezas necesarias para que un adulto se sienta seguro son distintas a las que da el ciclo de la cosecha: un salario, una vivienda, un contrato indefinido, un horario decente avisado con suficiente antelación, un Estado de Bienestar sólido. Últimamente parece complicado conseguirlas.

Menos mal que nos quedan los solsticios y los equinoccios. La Navidad, el carnaval, la noche de San Juan, y también la depresión de septiembre. Ojalá que todos los septiembres de mi vida, se me rompa un poco el corazón viendo las hojas en el suelo, me ponga triste y melancólica porque ocurra lo que debe ocurrir, lo que ha ocurrido siempre. Significará que aquí en la tierra, los humanos seguimos dando por hechas las certezas que nos da el cielo. Porque contra todo pronóstico y sentido común más antiguo, incluso estas podrían estar cambiando. Y entonces sí, sumidos en la más profunda incertidumbre, los humanos de lamodernidad nos daríamos cuenta de que nuestra existencia sigue siendo, como la de los que nos precedieron, nada más y nada menos que un hecho natural.