Opinión

Sobre los inmortales

Milan Kundera ha fallecido este verano. El 12 de julio, la jornada siguiente a su fallecimiento, los medios referidos al ámbito cultural abrieron entusiastas con este titular. Me sumé a la fiebre: un tanto exaltada por la noticia, que no esperaba, y después de sumergirme en varios de los artículos sobre su vida y obra publicados en diferentes periódicos, busqué y rebusqué en mi tímida biblioteca algunas de sus novelas. Con apenas veinte años recién cumplidos había devorado las páginas de su aclamada obra, La insoportable levedad del ser. En estos días he vuelto a cerrar, otra vez, la portada de La inmortalidad, la última novela que escribió en su lengua natal, hace ya muchos años. Algunos de sus primeros trabajos (entre ellos, y en especial, El libro de la risa y el olvido), así como su participación como miembro de la entonces Unión de Escritores Checoslovacos, le destinaron al exilio. Kundera se vió obligado a seguir escribiendo lejos de su hogar y en una lengua que no era la suya. Así lo haría hasta el final de sus días.

La inmortalidad, escrita en 1988, ha llegado a mis manos como un soplo de aire fresco en el formato de una vieja edición que compré en alguna tienda de segunda mano no recuerdo cuándo. Con una peculiar estructura y ritmos narrativos, Kundera nos recuerda que su juventud estuvo marcada por el estudio de la música y el cine. A grandes rasgos, su estilo invita a dibujar en el pensamiento las diferentes escenas de la novela como si fuesen fotogramas de una película; con esfuerzo, una también puede imaginarse la música sonando de fondo. 

En referencia al título, no debemos pensar los lectores que cuando Kundera habla de inmortalidad se está refiriendo al síntoma de aquellas personas que pueden vivir cientos y miles de años, con toda su presencia física, sin llegar a perecer. Tampoco se refiere a la inmortalidad que prometen algunas fes y religiones del alma. Para el autor, “se trata de otra inmortalidad distinta, completamente terrenal, de las de quienes permanecerán tras su muerte en la memoria de la posteridad”. Aunque es cierto que esta inmortalidad a la que se refiere el autor, y como él explica, puede alcanzar diferentes niveles -pues no es lo mismo aquél que tan solo es recordado en la memoria de sus queridos que quien lo hace dentro de una memoria colectiva-  también lo es que muchos ansiamos ser inmortales aún en los días en los que discurre nuestra vida. 

Esta primera idea no está desligada de la segunda. Los inmortales kunderianos suelen adquirir la cualidad nominativa por los logros llevados a cabo en vida. Hay quien ya es inmortal y aún no ha muerto. Es sencillo de entender: "hay trayectorias vitales que sitúan al hombre, desde el comienzo, ante esta gran inmortalidad, ciertamente insegura, incluso improbable, pero innegablemente posible: son las trayectorias vitales de los artistas y los hombres del Estado”.

Entonces, ¿son los artistas y los políticos los que están destinados a permanecer en la memoria plural de la sociedad? ¿Qué pasa con, por ejemplo, los futbolistas? Está claro que la sociedad ha cambiado desde la publicación de la novela. El mundo presente y globalizado ha transformado el paradigma de la relevancia social. Por fortuna, parece que los hombres y mujeres de la cultura siguen apareciendo en este contexto y siguen paseando por los manuales del conocimiento general. 

La intención de esta columna, de aquí en adelante, es la de comunicar y reflexionar en torno a estos hombres y mujeres de la cultura; de ahí el tomar prestado para ella el título de la novela. Por intereses personales, prefiero dejar a un lado a los hombres de Estado y a nuevas categorías que puedan haber surgido en las últimas décadas y así sumergirme en el eterno debate que es la cultura y sus creadores; algunos ya inolvidables durante su vida y recordados tras su muerte, como el propio Milan Kundera; otros recorriendo aún el camino para alcanzar esa ansiada inmortalidad.