Blog | El Jardín del Edén

Un reino dividido no prevalece

Andaba Jesús -el de Nazaret- expulsando demonios, cuando sus inquisidores habituales le acusaron de hacerlo por el poder de Satán. Con esa lógica paradójica que mantiene tan actuales los Evangelios, Jesús les dijo que buena la tendría liada Satanás si él mismo fuera su propio enemigo, porque “todo reino dividido contra sí mismo no prevalece”.

En España ya conocemos lo que son reinos divididos: cuando el Conde-Duque de Olivares construyó el Palacio del Buen Retiro para su jefe (Felipe IV), su elemento cumbre no era otro que el “Salón de Reinos” (en plural). Irónicamente, la construcción se hizo mientras se luchaba la guerra de los 30 años para -entre otras cosas- evitar la secesión de los Países Bajos (spoiler, no se evitó). Además, en años posteriores se completaban las secesiones de Portugal y de Cataluña y la pérdida de otros territorios como el Franco-Condado. La secesión de Cataluña no fructificó, porque al final los franceses trataron a los catalanes peor que los Habsburgo y prefirieron volver.

Como las cosas siempre pueden ponerse peor, lo hicieron, y así Carlos II prefiere dejarle el reino en herencia al nieto de Luis XIV antes que al archiduque Carlos de Austria, precisamente para que la sombra del Rey Sol evitase su división. Un siglo después la división se volvió trágica cuando Carlos IV, Fernando VII y José I Bonaparte comenzaron su curioso “ménage-à-trois”, que continuaron carlistas e isabelinos, y se vio coronado en el esperpento cantonalista de la Primera República y la crisis del 98. Es indudable que podemos presumir como nación de una gran imaginación –y perseverancia- a la hora de dividir este Jardín patrio.

No sabría decir si España es el problema y Europa la solución, pero mientras nosotros nos ocupábamos en dividirnos, otros países se entretenían en cosas accesorias, como por ejemplo Inglaterra en hacer progresar su revolución industrial y su Imperio, la Francia de Taillerand en sacar más fruto del congreso de Viena ante los vencedores de Napoleón que la propia España, Alemania e Italia en nacer, o los países europeos en general en acordar como repartirse territorios de influencia política, comercial y colonial, dejando fuera a España. ¿Para qué ser prácticos?

La penúltima generación nos ha ofrecido el gran logro de la Transición, que a pesar de sus luces ha dejado algunas sombras, como la de haber alentado primero y enquistado después importantes diferencias territoriales e identitarias, resurgiendo los recurrentes argumentos divisorios en una empresa que esta generación mejora y supera. Que todo reino dividido contra sí mismo no prevalece es algo que nos lo aconseja el sentido común y nos lo enseña la Historia. 

No puedo evitar la impresión de que estas diferencias están siendo llevadas al límite, sin que parezca que preservar la igualdad entre españoles y su progreso económico y social conjunto tengan demasiada importancia. ¿Seremos capaces de sortear esta maldición bíblica de desunión que parece pender sobre nuestro Jardín del Edén? Nadie dice que sea fácil, pero merece la pena intentarlo si no queremos condenarnos a digerir frutos aún más amargos que los que ya vemos germinar.