Plano Secuencia

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Me vino su wasap como una agradable sorpresa. Tono de notificación: chess. Vibración: predeterminada. Luz: blanco. Después de tanto tiempo sin noticias, sentí la recepción del mensaje como un querido regalo. Y me vi allí un ser llamado, sentido como llegado. Puse mi dedo índice sobre su nombre, y apareció el texto. Nada más empezar a leer, aquellas palabras me turbaron. Me declaraban amor.

 

No podía imaginar que la amistad nacida en un congreso de Literatura Medieval Española se desvelase ahora como alma dolorida. Además, no recordaba para nada haber dado pie (ni la mano siquiera) en aquellos días a una insinuada especial atención por mi parte. Eso sí, me acuerdo muy bien de que nos conocimos como asistentes a una charla del profesor Guillermo Serés Guillén sobre «La transformación de los amantes: pervivencia de los motivos tradicionales en el Renacimiento». Religio amoris. La amada dibujada, grabada, impresa o pintada en el alma. Amor hereos. Petrarquismo. Tradición cancioneril. Similitudo procreat amorem. Imposibilidad de convertir los sensibilia en intelligibilia. Cautiverio del amor. Divinización por el amor (deificatio). …Y tras la exitosa conferencia, una relación común nos invitó a comer. Pasamos los tres unos momentos muy agradables. Intercambiamos nuestros números de teléfono… y nos despedimos.

 

… Y ahora se me ofrecía. No me nombraba en el encabezamiento del escrito. Aquellas iniciales líneas se bordaban con una vainica de sentimientos. Una febril pasión llena de matices y de tapices se cosía con cada puntada en forma de palabra. La ortografía, incluso, servía para dar más calado y juntura a un corazón de doble tela. Comas, con el objeto de sujetarme. Puntos seguidos, buscando un sinfín de prometida felicidad. Dos puntos, para llenarme de adjetivos. Paréntesis, con propósito de abrazarme. Y sin olvidar acentos, marcando unas emociones desbordadas. Los puntos suspensivos no existían, tampoco los puntos y apartes, porque me deseaban entero, sin grandes pausas. Y ni aun tanto fuego se terminaba con un punto final, como si mi remitente me sugiriese lo mucho eterno, sin límite, que pretendía de mí. Las exclamaciones se sucedían abiertas a un entusiasmo y acababan cerradas para el pudor. Los signos de interrogación suponían disimuladas peticiones. Recreaba después mi cuerpo con colores heridos de amor procedentes de canciones clásicas, de poemas legendarios, y me hacía ver su luz interior, igual que si me tarareara la famosa música de The Police («Every breath you take»). Luego, pretendía dominar su fulgor rogándome que no me incomodara. «Si muevo mis suspiros a llamaros», como un Francesco Petrarca declamando en el siglo XIV. Que al menos tuviéramos una cita para que oyera mi voz, tomando un café en algún lugar de la ciudad. Que estaba de paso durante unos pocos días para preparar en la Biblioteca Nacional de España un artículo que enviaría a Romance Philology… y que recordando durante su vuelo el relámpago que vivió al conocerme se había descubierto fuerte para manifestarse. Y, al final, ya en tierra, queriendo tomar un cielo personal, se había decidido por un todo o un nada. Hasta llegaba a recordarme palabras de Así que pasen cinco años: «No hay que esperar nunca. Hay que vivir» (Federico García Lorca, 1931). Si yo correspondía a esos sentimientos, se apartaría hasta de su gata Eloísa y su perro Abelardo. Incluso dejaría la afición a su Barça por la mía hacia el Real Madrid C. F., rompiendo la tesis de Eduardo Galeano de que uno puede cambiar de pareja, de partido político o de religión, pero no de equipo de fútbol, como también se escucha en la película El secreto de sus ojos (Juan José Campanella,  2009). Mi declarante me hacía imaginar en Ítaca, como si yo aguardara a un Ulises (Homero, ss. VIII-VII a. C.), o en Santorini, esperando a un Tío Mario (Julio Llamazares, 1994).


El wasap tenía su continuación con un segundo escrito, en el que emulaba sin recato el glíglico de Rayuela (Julio Cortázar, 1963): «¡Evohé! ¡Evohé!». Y, más tarde, vino un tercer wasap. Y en ese último, se despedía de forma apasionada, de manera desatada, con un final en el que mi nombre no era el que allí se leía. Otra compartida amistad, que también había acudido a aquel evento científico, se desvelaba como el auténtico origen de su atormentada situación. Mi remitente se había equivocado de receptor. En lugar de seleccionar el chat correcto, a saber qué dioses o diablos habían querido jugar una partida emocional a costa de un ser enamorado. ¿Y ahora yo qué podía hacer? ¿Informar de ese tan bello error? A los cinco minutos, los tres mensajes iban desapareciendo, borrados. El primero. El segundo. El tercero. Una etiqueta aparecía para cada uno de ellos en mi pequeña pantalla. «Se eliminó este mensaje». El primero. «Se eliminó este mensaje». El segundo. «Se eliminó este mensaje». El tercero. Más tarde, fui bloqueado… y en ese momento pasé a ser protagonista de un cancionero de amor vacío… y, de repente, sin cobertura. Y, para colmo, se me agotó la batería.
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