Nadando entre medusas

Una sonrisa de 24 quilates

Como llevaba mucho tiempo sin verle en los medios de transporte, pensaba que estaría preso o habría vuelto a su país. Pero hoy me lo he vuelto a encontrar en la estación de Sants. Le llaman “El Calambres”. Llegó a España a comienzos del año 2001 y desde entonces no ha parado de robar carteras, y algo más. Para él, es un trabajo como otro. Y le gusta tanto, que a pesar de que ya tiene la edad, no quiere jubilarse. Aunque ahora no lo hace por dinero. Según me explica, ha ganado suficiente como para poder comprar el pueblo donde nació. Y me enseña las fotos para demostrármelo: casas, terrenos, vacas, cerdos, caballos... En su pueblo, los animales son símbolos de riqueza. Lo único que no ha podido comprar, de momento, es la pequeña iglesia románica. Pero todavía le sigue haciendo ofertas a ese cura obstinado que, según él, no quiere entrar en razones. "He ganado mucho porque he trabajado mucho”, me explica, orgulloso. “Y siempre sin usar la violencia”. La única arma que lleva encima es un cortauñas, porque las uñas largas “molestan para trabajar", me aclara.

 

Lo que nunca me ha aclarado es cuánto podía ganar cada día en sus años de máxima actividad. “Algunas veces he ganado en un día lo que muchos ganan en un mes”, es la respuesta que suele dar. Tampoco es lo mismo trabajar en verano, que en invierno. Con el frío, la gente se abriga más y el dinero va más protegido. Trabajando al ritmo que lo ha hecho, calculo que habrá podido robar unas cuantas miles de carteras al año. Principalmente, a extranjeros. Pues sabe que si le cogen y le denuncian, en ningún caso las víctimas volverán a España expresamente para asistir al juicio. Su estrategia siempre ha sido la misma: si le pillan con las manos en la masa, ni huir ni resistirse. Salir corriendo nunca fue una buena opción, pues sufre asma desde niño, debido a que nació junto a un vertedero. Y resistirse, tampoco. Si le enganchan, lo mejor es darle la vuelta a la situación. Por eso le llaman el Calambres: cuando le pillan in fraganti, si ve riesgo de linchamiento, se tira al suelo y simula un repentino ataque epiléptico, para que el resto de pasajeros o transeúntes salga automáticamente en su defensa. Nunca se resiste ni usa la fuerza, porque sabe que el hurto es un delito contra la propiedad, mientras que el robo, además, es un delito contra las personas. Y si le coge la policía, intenta que nunca sea con más de cuatrocientos euros. 

Conoce muy bien los límites, porque conoce muy bien las leyes. Y todos estos años de experiencia, también le han permitido conocer a las personas. Por ejemplo, puede identificar más de veinte nacionalidades distintas. Eso le sirve para averiguar el perfil de las víctimas y prever su reacción si le cogen. “A los jóvenes borrachos que vienen de otros países a ver partidos de fútbol –me explica-, a éstos no debes ni acercarte, porque si te pillan con la mano en su bolsillo, te inflan la cara como si fuera la rueda de un tractor”. Las mujeres, asegura, suelen ser sus víctimas preferidas, porque son las más confiadas. Pero reaccionan de distinta manera, en función del objeto robado. Si se dan cuenta de que alguien les ha quitado el monedero, pueden ponerse a llorar, pero si se dan cuenta de que alguien acaba de robarles el teléfono móvil, entonces pueden ponerse a gritar como si estuvieran viendo a un fantasma. Y eso, dentro de un metro o de un autobús, llama demasiado la atención. Además, asegura, cuando robas un teléfono móvil has de silenciarlo inmediatamente, porque puedes tener la mala suerte de que suene con una melodía especial que el dueño le ha puesto, justo cuando ya ha cambiado de bolsillo. Las víctimas menos problemáticas son las que van en familia. Pero las ideales son las que van con bebés o niños pequeños, pues aunque te pillen in fraganti, su prioridad no es proteger el dinero, sino protegerlos a ellos. Eso te da tiempo para hacerte el loco y marcharte con las manos arriba, como si te estuvieran apuntando con una pistola. Tantos años de experiencia te permiten, incluso, conocer las características de las prendas de ropa y los bolsos. Por ejemplo, la calidad de las cremalleras es fundamental. Si la marca es buena, la cremallera de la chaqueta se desliza suavemente. Por el contrario, si es de mala calidad, hay que bajarla haciendo varios intentos, lo que facilita que la víctima descubra tus intenciones.  

Y cuando entras en un bar buscando el descuido, me explica, también has de tener en cuenta una serie de cosas. Por ejemplo, ir directo al baño te permite atravesar todo el local y hacer una visión panorámica de las posibles víctimas. Las preferentes son las que están bebiendo alcohol, porque suelen ser las más despreocupadas. Otras especialmente vulnerables son las que están teniendo una discusión acalorada con el teléfono móvil. Esto les obliga muchas veces a agitarse, a moverse y a dar la espalda a sus pertenencias. Pero todas pueden servir. Pues aunque la víctima tenga la cartera a buen recaudo, si tiene las llaves del coche descuidadas, se las puedes quitar para que, cuando se dé cuenta de que han desaparecido, se ponga a buscarlas por todos lados, descuidando así las pertenencias que tenía a buen recaudo. Pero los sitios donde es más fácil robar es en los hospitales. De las habitaciones, afirma, podrías salir cada día con un carro del súper lleno. Lo mismo que en las funerarias. Como en muchas habitaciones hay más personas que espacio, la gente amontona sus cosas encima de una silla y, tú, después de dar el pésame a los familiares, te puedes llevar la silla llena de prendas, como si fueras a hacer la lavadora.       

Antes de despedirnos, le pregunto cuántas veces le han podido detener en estos casi veinticinco años. ¿Cuatrocientas, quinientas?. No tiene ni idea. En cualquier caso, jura que jamás ha pisado una cárcel. Entra y sale de las comisarías como quien entra y sale de los hoteles: saludando al conserje y con un taxi esperándole. El metro y el autobús sólo los usa “para trabajar”. Pero como en Barcelona sale muy barato robar, se queja de que, desde hace ya unos cuantos años, hay demasiada competencia. Tanta, que en algunas esquinas de las Ramblas o de la Sagrada Familia, a veces hay más ladrones que extranjeros. Y aparte de la policía y de las posibles víctimas, ahora también son los propios carteristas los que se vigilan entre ellos, exigiendo su propio territorio.  

Y cuando empieza a explicarme que en España nunca ha comprado un piso de propiedad y tampoco ha pagado jamás un alquiler, a pesar de todo el dinero que ha ganado, entonces aparecen dos vigilantes de seguridad. Ambos le han detenido las suficientes veces, como para no poderlas contar. En ese momento, el más mayor le increpa: “Vamos, Calambres: dile a mi colega cómo se vive en España”. Él duda, pero el otro vuelve a insistir: "¡Venga, dile cómo se vive en España, o te cacheo aquí mismo!". Entonces el Calambres abre la boca, y con una sonrisa que muestra de par en par sus dientes de oro, grita en voz alta:  “En España se vive... ¡De okupa madre!”.  

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