Proserpina

El tiempo entre perfumes

Cuando el gigantesco mundo de los adultos nos queda allá arriba, tan lejos y ajeno que ni se nos ocurre alargar el brazo para tocarlo, el nuestro es aún tan pequeño que las vivencias se quedan adheridas en nuestro interior con el pegamento de su esencia. Algunas imágenes nítidas van unidas a su aroma, pero la mayoría son simples fogonazos. No recuerdo cómo era el bar de mi tío, solo su olor a gambas en gabardina, vermut con aceituna y mosto con guinda cuando entraba los domingos en su interior con la mano pedigüeña en busca de propinas. Tampoco la pescadería, pero sí los efluvios a madera, hielo y mar de las cajas amontonadas que habían transportado la mercancía. El largo mostrador del comercio de telas iba exhalando la fragancia de sus tintes a cada metro desenrollado y al adentrarme en la papelería, la esencia de las gomas de nata, la tinta y el papel, ascendía hasta el cerebro trasladándome a otra dimensión, un maridaje de fascinación y respeto. Aunque lo más parecido al cielo era el establecimiento de salazones y encurtidos, un espacio enorme, luminoso e impoluto donde eras atendido por hombres con bata de un blanco nuclear. 

En el cine no olía a palomitas. Nos comprábamos un mazacote de caramelo en forma de cono atravesado por un palo, llamado pirulí, que chupábamos durante toda la película sin llegar a acabarlo y cuando en la pantalla se proyectaba el beso final y se escuchaban aquellos gritos de  «¡Tuso, tuuuuso!!!!, las miasmas de humanidad en la sala se impregnaban del azúcar tostado despedido desde nuestras bocas colmadas. Tampoco olía a cloro cuando estrené el primer bikini y me embutieron en un flotador, sino a pecina, pues los niños nos bañábamos en las zonas menos profundas del río, y no he vuelto a comer una ensaladilla rusa y un filete empanado que me hayan devuelto aquellos aromas suyos de entonces junto a la ribera. Algunas noches de verano sacábamos unas sillas a la acera para cenar a la fresca los bocadillos de tortilla de chorizo entre el pan que mi madre había tostado y aquella mezcla exquisita impregnaba el aire de la calle mientras los saboreábamos mirando las estrellas. De esa estación del año también almaceno el olor del vino cayendo en fina cascada desde la bota a la boca de los hombres del campo, que con gran pericia refrescaban sus gaznates durante la dura tarea bajo un sol abrasador. A los niños nos echaban un chorrito sobre una rebanada de pan y lo endulzaban con azúcar para que lo merendáramos montados en un trillo que daba vueltas por la era quebrantando la mies. Vino, sudor, trigo, azúcar y movimiento… Tardes mágicas. 

Los caballos soltaban su estiércol a su paso por las calles esparciendo un ligero tufillo en absoluto molesto de tan nuestro que era. Pero también era frecuente detectar en las afueras del pueblo la fetidez a muerto de gatitos recién nacidos y abandonados, tan escalofriante como morboso, pues los niños no parábamos hasta dar con el cadáver. En más de una ocasión se trató de un burro arrojado a un hoyo.

A veces sigo definiendo un hedor muy particular como « a hortalizas podridas dentro de un cubo de latón oxidado» atrapado en mi memoria olfativa desde la visita a la huerta de mi tía, una tarde de verano. Esa misma hermana de mi padre era la que hacía matanza todos los años, experiencia sin duda inolvidable para un niño aunque llegara cuando el cerdo ya estaba muerto y chamuscado. A mi me resultaba imposible silenciar sus gritos en mi mente ante la hedentina de su sangre fraguándose al fuego para hacer la asadurilla y el tufo acre del caldo mondongo, tormento que lograba aplacar el suculento aroma del picadillo adobado pasado por la sartén. Y si en la planta baja y en el corral de aquella humilde casa, mi olfato se saturaba de sensaciones contradictorias como la vida y la muerte, la alegría reinante y la desazón ante la barbarie, en el piso de arriba se respiraba glamour, ilusión, mundo nuevo: Mis cuatro primas, rabiosamente guapas y en plena juventud, tenían las paredes de sus dos dormitorios cubiertas con fotos de los Beatles, Elvis Presley y los actores de moda. 

En el colegio de monjas olía a sopa, repollo y lejía, y mis comuniones, impartidas por el párroco con sus dedos anaranjados, a nicotina.

Hoy en día la mayoría de estos establecimientos con sus fragancias han desaparecido. Se habla de la España vaciada.

En el transcurso de los años mi madre ya lo iba anunciando con la triste y angustiosa contundencia del tañido de las campanas por un muerto:

«Otra familia que se va del pueblo. Otro negocio cerrado». 

Ya no existe ninguna pastelería, ni la que olía a bambas de nata y caramelos de violeta, ni la que te impregnaba del aroma de los hojaldres de crema, los empiñonados y la canela esparcida sobre los merengues en sus conos de barquillo. Tampoco la droguería donde comprábamos las colonias a granel y el trasvase a nuestros frascos dejaba suspendido en el aire el perfume a Nenuco y loción Varon Dandy.

Pero aún puedo olisquear mis raíces en las panaderías que como antaño continúan horneando panetes, tortas de aceite, mantecados y magdalenas. Salivar, aspirando las ráfagas de las chuletillas de lechazo asándose en brasas de sarmiento, y los taninos del vino compartido con los amigos en las bodegas. Recupero mi niñez respirando el incienso con el que bendicen palmeras y romeros el Domingo de Ramos, la esencia de las rosas cuyos pétalos cubren las calles que pisamos en la procesión del Corpus, y la pólvora del toro de fuego. Pero sobre todo es al entrar en mi casa cuando vuelvo a sentirme pequeña. Allí huele a gloria, a Amor; el principal ingrediente de las rosquillas que hace mi madre en cuanto sabe que iré a verla. Y aunque mi padre se marchó  ya hace trece años, sigo hundiendo la cabeza en su cazadora de cuero colgada en el armario. Es entonces cuando rescato de lo más profundo de mi memoria ese olor suyo, inmortal, hasta el día que parta junto a él.

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