Díes irae

El síndrome de Herodes

Imaginemos a un tipo chulesco, al volante de un coche potente, quizás tuneado, y pisando a fondo.  Sin respetar ni pasos de cebra, ni señales de colegios, ni zonas residenciales. Sin respetar nada, salvo su decidida insensatez y su zafia  irresponsabilidad. Posiblemente bebido, tal vez drogado y quién sabe si ambas cosas. Su comportamiento debe ser evitado. Hay que tomar medidas para que no pueda circular de esa manera porque pone en peligro la vida de las personas.

Así que 20 metros antes de llegar al paso de peatones por donde cruzan los niños (un paso señalizado desde atrás y con limitación a 20/10 kms/h.) un radar bien situado acciona dos hileras de pinchos de cuatro centímetros, que se levantan en una décima de segundo a todo lo ancho de la calzada y le revientan las cuatro ruedas, dejándolo cual piltrafa justo tres metros antes de aproximarse a las rayas blancas. Para que el maligno no amenace el paso de cebra, aún arrastrándose por la inercia sobre sus cuatro llantas reventadas, una red protectora, amplia y envolvente, se erigirá ante él, esta vez descendiendo de un soporte superior, que la haga infranqueable. Como es lógico, el sistema avisa en el mismo acto a la policía local, que acudirá para multar al infractor, retirar el inservible despojo y practicar la prueba de alcohol y drogas al conductor...si es que no ha huido. 

Así deberían ser las cosas. Pero las cosas no son así. Imaginemos a un conductor responsable, que no ha probado gota y respeta las señales en todo momento. Es evidente que al acercarse al paso señalizado aminorará la velocidad a lo indicado y, si procediere, detendrá el coche ante quien atraviese la calzada. Pues bien, este conductor tendrá que (¡ayyy!) subir un escalón y enseguida (¡uyyy!) volver a bajarlo, con una desagradable sensación en el estómago. Se trata de los resaltes. Da igual que vaya a 20, a10, que se detenga, que se baje del coche y ayude a cruzar a la viejecita, que rece un misterio del rosario… todo le da igual. Está condenado. 

Como la proliferación de estos resaltes (que no badenes) se hace cada día mas asfixiante, el conductor responsable es azotado sin piedad ni consuelo. Hay pueblos abyectos (el de Colmenarejo, en Madrid, es un ejemplo bien conocido por mí) en los que no menos de treinta artilugios convierten su travesía (¡ayyy!... ¡uyyy!... ¡oyyy!... ¡uaaaa!...¡eeee!) en una verdadera pesadilla. Allí vive un hermano pero hace años que no vamos a verle porque mis hijas pequeñas vomitaban indefectiblemente antes de llegar. 

Curiosamente, el Código de la Circulación, en su art. 5, punto 1, insta a que  “Quienes hubieran creado sobre la vía algún obstáculo o peligro deberán hacerlo desaparecer lo antes posible”. Pero en su punto 2 sentencia al buen conductor: “No se considerarán obstáculos en la calzada los resaltes en los pasos para peatones y bandas transversales, siempre que cumplan la regulación básica establecida al efecto por el Ministerio de Fomento” Vamos, que son obstáculos… pero menos obstáculos.

¿Y cuál sería esa “regulación básica establecida al efecto por el Ministerio de Fomento”? Porque obstáculos, o resaltes, o como infiernos se llamen, los hay de todo tipo y condición. Cada uno tenemos nuestras referencias. Desde los más amables (acceso a San Lorenzo de El Escorial desde Guadarrama) que tienen una suave pendiente de subida y bajada, integrada en el asfalto; a los intermedios (los accesos a Reina Victoria desde la Universitaria) más pronunciados, cortitos y ya repelentes; llegando a los definitivamente molestos, como los de peatones de la Complutense, que bailas al entrar, bailas al salir, bailas y bailas y vuelves a bailar (será porque, al ser jóvenes, les va la marcha); llegando a los monstruosos, como uno que han puesto a la entrada del Hipódromo que, o frenas en seco y entras en primera, o vas al desguace derecho. 

¿Y dirá algo el Ministerio sobre los materiales? No lo sé ni me importa. Pero los hay de cemento recrecido, de cemento superpuesto, de cemento picudo, de hierro en cúpula, de hierro en meseta, de goma abombada, de goma atornillada…(estos son los más vulnerables porque los vecinos, desesperados, los desatornillan en cuando pueden). Como los instrumentos de tortura de la Inquisición, los hay de todas las formas y maneras, para que causen más daño al conductor responsable.

Estas cosas crean un país antipático. Te das cuenta de que nadie piensa cómo proteger el tráfico sin molestar a cuantos circulan. Leí tiempo ha que en Majadahonda habían inventado un resalte que en su estado natural permanecía pegado al asfalto. Quien entraba a la velocidad establecida se libraba del brinco. Pero si detectaba mayor velocidad de la regulada, se hinchaba súbitamente para obstaculizar al infractor. Olé por Majadahonda… pero no he vuelto a saber sobre ello y seguramente no se habrá instalado. ¡Y eso que ni clavos tenía!

Miles de obstáculos en miles de calles y carreteras nos amenazan. Existe una patente de corso admitida para que cada cual ponga los que le peten: urbanizaciones, rectorados, polígonos, avenidas, calles recién remodeladas en las que el brinco es parte inseparable de la modernidad. En algunos casos la temeridad es criminal porque instalan un montículo en plena carretera sin iluminar y por la noche eres tu el que revienta los amortiguadores y destroza el cárter (lo cual, hay que decir, no le importa a nadie). Para nuestros dirigentes, apegados al refranero, “más vale prevenir que curar”. Pero yo veo en estas prácticas un motivo más profundo y disimulado: el síndrome de Herodes.

En el Israel de Jesucristo, Herodes mandó matar a todos los niños para evitar que uno de ellos pudiese arrebatarle el trono al llegar a la edad adulta. En la España actual,  unos responsables incapaces de buscar la solución a un problema, agreden conscientemente a toda la población y se quedan tan anchos. Incluso sacan pecho (“mi rebaba es más alta que la tuya”). Quienes nos meten a todos en el mismo saco y lo tiran al mar… ¿qué otra cosa son, sino émulos de Herodes? Seguramente todos llevamos un Herodes dentro. Yo también. Pero yo escabecharía solo al pretendiente al trono, no a todos los santos inocentes.

Más en Opinión