Plano secuencia

El remanso de Homero

Cuando recuerdo, regreso a mi niñez. «Estos días azules y este sol de infancia», escribía Antonio Machado en su último verso. Y cuando leo, vuelvo a esos territorios emocionales con una ardiente necesidad: al igual que Dix Handley yendo acelerado a su infantil granja Hickory Wood para culminarse como ser definitivo junto a unos caballos, en el prodigioso final de La jungla del asfalto (John Houston, 1950). La cartilla Coquito. Bufalo Bill. El Zorro. Los volúmenes de la editorial Bruguera: cubierta con imagen de colores, lomo con dibujados retratos de los protagonistas. Toda lectura me era un surco de fantasía. Y en cualquier papel, como campo sembrado con desconocidas historias, se me levantaban sueños como espigas. Hasta en los ejemplares atrasados de ABC que compraba al cartero del pueblo se veían mapamundis de ficción. «- Buenas. ¿Se puede? / - ¡Adelante! / - ¿Me vende cinco pesetas de periódicos viejos?». Y a leer. A leer tebeos incluso en madrugadas. … A leer hasta los papeles que envolvían churros de primera mañana. ¿Y qué decir de El otoño del patriarca (Gabriel García Márquez, 1975), texto disfrutado con trece años en una cerrada terraza abierta a un sol de tarde? ¿Y esa pasión voraz de libros a troche y moche (y noches), que me hace ver ahora literaturas de vida por todos los rincones?

De niño me encantaban las historias de griegos y romanos; sobre todo, las que se veían en aquellas inmensas páginas blancas de los cines: largometrajes donde las virtudes de los héroes hacían imaginarse en el colegio como portentoso guerrero con un lapicero, en lugar de espada, y unas zapatillas de lona, simulando sandalias. ¡Y hasta sin saber nadar navegaba mares de un azul azulísimo! Y, así, creía posible vivir las hazañas cantadas por Homero. Con los años, todavía guardo una mirada de afecto hacia aquellas criaturas que son parte de mi familia cultural. Por eso, si encuentro huellas del autor épico, no dejo de revivir sensaciones de mis primeros años. Como cuando en aquella tarde de verano fui a una coruñesa residencia de ancianos. El Remanso. Un barco varado de sentimientos, un poco ya cansados, frente a unas aguas de plata. Allí, en tierras de Hércules, escuché a Homero. 

Caminaba por los pasillos para visitar a una jubilada un poco ya ida, un poco ya vuelta de años. Y en aquellos espacios, como rehabilitados laberintos, yo iba recogiendo hilos de pasados en forma de viejas miradas. Y fue entonces cuando la voz del griego se me vino inmortal. Sí, en ese lugar, en un patio llenito de cielo, una auxiliar geriátrica se ofrecía en ágora escénica ante un semicírculo de ancianos. Una estampa que igualmente me llevó a recordar al borgiano Funes el Memorioso recitando en un rincón remoto de Argentina la Naturalis Historia de Plinio el Viejo (s. I). Y, entonces, me quedé a escuchar. Y yo, también, me dejé ir a la guerra de Troya. Aquella joven mujer, simulando para mí una sacerdotisa con ropas blancas, relataba la historia de un caballo a unos abuelos que antes fueron niños de otras guerras. Un antiguo animal ecuestre se dibujaba en aquellas imaginaciones con formas de letras. Un clásico equino que se construía en esos momentos con decenas de palabras me hizo otra vez cabalgar y cabalgar y cabalgar muy feliz, muy veloz, por infantiles campos de papel.
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