Tomar la palabra

En principio, Esperanza

 En cada uno de los nombres propios del neoliberalismo (desde Milei hasta Llados) nos jugamos el problema de la identificación. Uno acaba 2023 paseándose entre una cantidad ingente de contenidos digitales compulsivos y repetitivos, dejándose largas horas de participación en las plataformas digitales. Algo sucede en ello, y no es sólo el “consumo de contenido”: quizás sea el desdoblamiento de nuestra voz, o la pérdida del eco de nuestras palabras en los sonidos y las imágenes que vemos, o quizás, decididamente, la formación de un goce primordial con cada una de las personalidades que emergen en las pantallas, sean famosos, youtubers o coaches. Con ellos aprendemos a gozar de nuestros síntomas y a forjarnos una identidad como muros existenciales infranqueables. Nada puede fallar.

El ascenso de los referentes neoliberales se da en la trama de un mundo que se digiere mediante su rechazo, pero al que sin duda le sobran fisuras. En las fisuras nos encontramos con la necesidad de escucharnos los unos a los otros. Si existe un vínculo inexorable entre mi voz y la del otro, tendría que considerar tanto que mi soledad es compartida como que todo aquello que comparto con otros implica mi singularidad. Es la difícil condición del ser que habla: difícil de intuir, difícil de seguir, sin garantía, arriesgada. Y en esa dificultad de encontrarnos emergen los imaginarios homogeneizantes; esos que tanto interpelan a los átomos temerosos de encontrarse. Es curioso como los discursos en alza, con sus loas al emprendimiento y la transparencia, aplastan no sólo lo enigmático del encuentro, sino al encuentro mismo. Lo podemos observar en lo referido a la sexualidad: se han reducido los encuentros sexuales en comparación con generaciones anteriores, pero se ha aumentado paulatinamente el acceso a pornografía y contenidos sexuales. 

Los demás nos recuerdan el estatuto precario de nuestra existencia. Lo podemos pensar sobre nuestra voz: su dimensión traumática (que no sea del todo nuestra ya que hemos escuchado antes de hablar) es un buen indicador de un miedo constitutivo al otro. En sociedades fragmentadas con formas de vida atomizadas esta dimensión traumática se lleva hasta la exasperación; y es bajo estas condiciones dónde emergen con éxito esas figuras que obtienen ganancias promocionándose a sí mismas. Convierten en una aspiración realista el constituirnos en unidades existenciales armónicas. Empieza la operación de acoso y derribo contra la tranquilidad de vivir una vida sin recetas previas. El otro se presupone como una identidad instrumental dada de antemano.

Se dice que la atomización neoliberal surge de una fractura en los modos de producción material e imaginarios a finales del siglo XX. Hondas crisis de acumulación de capital no han garantizado una alternativa a aquellas subjetividades clasemedistas. La pasada década se puede interpretar como una crisis (irresuelta) en los significantes compartidos de nuestras sociedades (seguridad, estabilidad, ascenso social, etc.) y como una desestabilización de los puntos de anclaje de las generaciones precedentes (seguridad social, sindicatos, etc..). La crisis de 2008 desestabilizó los lugares que relacionaban a las cosas y las palabras. Esa crisis, como no podía ser de otra forma, ha alcanzado a las formas de conciencia e identificaciones que podemos denominar, tal como lo hizo Jameson en su momento, como “filosofía de la clase media”. 

Fedric Jameson comentaba que la relación estática con los objetos de conocimiento era lo propio de la experiencia vital de esa clase. En los años 60 Jameson constató que en Occidente se puede entender todo sobre el entorno social en el que se vive excepto la pura existencia histórica de de dicho entorno. En otras palabras, para la clase media se podía entender la realidad externa excepto el hecho incomprensible y contingente de su existencia: se puede considerar un análisis exhaustivo de sus percepciones de la realidad pero resulta imposible asumir los noúmenos o las cosas-en-si. Existe una “tendencia de las clases medias a entender nuestra relación con los objetos externos (y en consecuencia nuestro conocimiento de dichos objetos) de modo estático y contemplativo. Es como si nuestra relación primaria con las cosas del mundo externo no fuese la de hacer o usar, sino la de una mirada inmóvil, en un momento del tiempo suspendido, a través de un abismo que posteriormente al pensamiento se le hace imposible superar.”

Han pasado 50 años de la “filosofía de la clase media” de la que nos habla Jameson. Ha habido algunos cambios: no estamos en el tiempo evidente de una especialización ordenada de las disciplinas, ni en el de la separación de la realidad en compartimentos estancos propiciada por el realismo empírico anglo-estadounidense, ni en el de la división clasista física del trabajo,  o en el de la limitación de las afirmaciones de nuestros intelectuales a lo discreto e inmediatamente verificable (si es que esto ha sido así alguna vez).

Medio siglo de revolución técnica y de construcción de nuevas subjetividades han conectado con el deseo de emancipación que se postuló, por ejemplo, en mayo del 68. Las formas culturales del neoliberalismo apuestan por la recuperación para el sujeto de la percepción de una relación primaria con el mundo consistente en “hacer y usar”. El neoliberalismo presupone la agencia del individuo, y los nombres propios de este conectan con las biografías de los que se sienten impotentes. Desde un enfoque totalizador, impulsivo y homogeneizante, el neoliberalismo cede una palabra que llama a confiar en hacer las cosas. Aunque sea peligrosamente.

Desde esta consideración podemos pensar en cómo el neoliberalismo,  aunque haya sido en forma de cálculos utilitaristas, lógicas de ganancia o intercambios instrumentales que han acabado en fracaso, es un modo de producción de subjetividades que ha estado en condiciones de vencer a sus adversarios porque ha mantenido una relación más directa y pujante con el deseo. Lo ha puesto a circular en las carreras mercantiles. Por eso no basta con desmontar a los neoliberales. Tampoco con desmentirlos, falsearlos o desmitificarlos. Hay que proponer fuerzas vivificantes que recuperen el augurio y apuesten decididamente por el deseo. Un deseo que, si queremos abordarlo bien, se tiene que entender como inclausurable, por venir, enigmático. El deseo no se culmina en ninguna mercancía. El deseo desborda el clima anímico en el que promocionan figuras como Llados o Milei.

Ernst Bloch distinguía entre los afectos saturados y los afectos de expectativa. Para él, los afectos saturados (avaricia, envidia o adoración) proyectan su anhelo hacia un espacio psíquico que es propiamente irreal, ya que piden realización “en un mundo en todos los puntos idénticos al del presente, salvo la posesión del objeto particular deseado y del que en la actualidad se carece”. Ese espacio que está por venir tras los afectos saturados era considerado para Bloch un “futuro inauténtico”, ya que es una “invocación del objeto en cuestión exactamente cuando lo anhelamos, al mismo tiempo que mantenemos el resto del mundo, y nuestro propio deseo, mágicamente en suspenso, deteniendo todo cambio y transcurso mismo del tiempo real”. Para el autor de Principio Esperanza los afectos saturados eran afectos primitivos e infantiles, fruto de encantamientos mágicos. Un “provincianismo del presente” que omite la privación ontológica del ser, así como su contingencia y facticidad. 

Creo que puede ser una buena forma de interpretar toda esta serie de discursos emergentes que vienen a cubrir el vacío de sentido de nuestras sociedades. Frente al provincianismo del presente y al futuro inauténtico que nos proponen los hechiceros neoliberales, cabe considerar a los “afectos de expectativa”, bien observables en nuestra época y quizás mucho más extendidos que los saturados.  Por afectos de expectativa Bloch se refería a aquellos, negativos o positivos (esperanza, creencia, ansiedad, temor), que se dirigen a la propia configuración del mundo y/o la a futura disposición del yo. 

Es necesario empujar nuestras posiciones hacia un un programa anímico esperanzador, que entienda como una tarea fundamental la adquisición de una consciencia de la relación con lo todavía-no-existente e implícito en los afectos de expectativa. Tanto en la impotencia con el genocidio contra Palestina como en el silencio con nuestros jefes y caseros no hay caminos designados de antemano, sino disputas políticas de largo alcance. Los anhelos de transformación colectiva no están afuera, están en nuestra conciencia fallida. En nuestra cruz, carga y agravio. Empecemos el año por ahí. En principio, Esperanza.

 

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