Plano secuencia

La hora de la vida

Nació con todo el esplendor del fugitivo. El rayo de sol quiso levantar una hoja, se enredó en un banco del jardín y, al momento, salía despedido del charco hacia la ventana del segundo piso. Pronto el haz alcanzó la cama y, lentamente, se dejó caer. Se incorporó. Era un poco tarde. La diez y diez por el despertador. En pijama, el anciano Virgilio se fue al baño. Un infierno esta próstata. Se duchó. Aquella noche, otra vez, había olvidado apagar el calentador y, otra vez, tampoco dio importancia a la agradable temperatura del agua. Sin afeitar, preparó el desayuno. 30 de mayo. Miércoles 30 de mayo. Calendario del 84. Antonio Torres. Frutos secos. Pastelería. Caramelos. Bombones. Peladillas. Sin cambiarse de ropa, bajó a la planta calle. En el interior del portal, cogió el diario del suelo y, luego, despacio subía las escaleras. Miró el reloj en su muñeca. Las diez y diez. La jornada se presentaba optimista, siquiera sea por las noticias de ese periódico del 5 de agosto de 1995. Suspiró. Se cansaba. Una página de publicidad de un Rolex le anunciaba la hora. Las diez y diez. Se dirigió al despacho. Tomó pluma y papel, y empezó a escribir. Tal vez, tal vez Beatriz podría recibir la carta a tiempo para su cumpleaños, aunque hay que acordarse de echarla al buzón. Hoy, si no recuerdo mal, es sábado, 15 de diciembre. Aligerarse, entonces. El reloj de la pared marcaba las diez y diez. Perfecto. Aún hay tiempo para salir y dar un paseo. Estiró el brazo y la manga izquierda dejó ver el Dogma al cerrarse la mano en puño y doblarse el codo. Las agujas también se orientaban hacia las diez y diez. Decidió vestirse. En tanto caminaba hasta el cuarto, le resultó extraño, palpándose la cara, que después de afeitarse le hubiera crecido tanto la barba. No le dio importancia. Lo olvidó rápidamente. Calzoncillos, camiseta, calcetines, camisa, pantalón, zapatos, chaleco, chaqueta, paraguas y el libro de siempre. Antes de cerrar la puerta de la vivienda, miró la fotografía de Beatriz con el cordón negro atado a una de sus esquinas y el recordatorio frente al portarretrato. Y una esquela. La señora Beatriz Divina del Río (Monterrubio de la Serena, 1 de agosto) ha fallecido el 5 de mayo de 1955 a los 29 años de edad, habiendo recibido los Santos Sacramentos. R. I. P. Sus desconsolado esposo, sus padres, hermanos, tíos, sobrinos, primos y demás familia participan a sus amigos tan sensible pérdida y les ruegan se sirvan encomendarle a Dios y asistan a la conducción del  cadáver, que se verificará el 8 de mayo, a las diez de la mañana, desde la casa mortuoria, plaza de la Cebada, número 5, hasta la Sacramental de San Lorenzo y San José. El duelo se despide en el cementerio.

Bajó con el periódico. Antes de abrir el portal, de nuevo dejó el diario en el suelo. Los vecinos del primero tampoco tienen hoy colgada la ropa. ¿Pero por qué son tan descuidados con las pocas macetas? Si no se preocupan por las plantas, podían dárselas. Lástima que ahora nunca abran. Ni se les ve.

Sin quererlo se encontró en infinitas intersecciones de abscisas y desordenadas gentes. Centro de Madrid. Un paseo hasta Almacenes Pontejos. Brújula mágica donde con punto de cruz se remiendan otros meridianos y paralelos. Agujas. Bieses. Cintas de cierre. Cordones. Costureros. Gomas. Hilos. Pasamanerías. Tapacosturas. Velcros. Vivos. Y, ahora, calle Postas: un libro abierto del buen amor. Una carnicería… para colmar el apetito por lenguas, lomos, morros, muslitos, pechugas. Enfrente, como curioso espejo cóncavo, una sala de cine erótico. Más adelante, un reclamo clínico para enfermedades venéreas se exhibe erecto en un último piso. Y, curiosamente, muy cerquita, un epílogo para un imaginario camino penitencial: una tienda de venta de objetos religiosos. Una marquesina de autobús publicita un Swatch. Las diez y diez. Muy bien. No es tarde. Retrocede para ir a la Puerta del Sol. Mira el reloj de la plaza. Las diez y diez. Virgilio hace su habitual descenso a la estación de metro. Andén. Esperar. Carteles. Carteles. Carteles inmensos. Marca Festina. Las diez y diez. Un convoy acaba de llegar. Va al penúltimo vagón. Aquí está «Doña Inés». No falla. Como siempre. ¿Qué pasa para tan pocos viajeros? Es extraño. Virgilio decide abrir el tomito. «La vista sigue en los renglones del libro, pero no puede leer nada». Advierte la mirada de la mujer. «El libro forma una mancha blanca…». Nace en él una pequeña turbación. «En la penumbra… la blancura del libro se va esfumando». La joven se aproxima decidida. «Surgen unas manos finas y carnosas». No se atreve a levantar el rostro de la página 145. «Los labios de una boca resaltan encendidos». Ahora la distingue mejor, mirando disimuladamente, por encima de las hojas. «¿Habrá en el astro fulgurante poetas que amen a damas inaccesibles?». Zapatos verdes, medias verdes, falda verde. «Los labios rojos resaltan más…». Blusa estampada a rayas y collar quizás de oro. «Unos ojos negros tienen destellos de bondad, unas veces; otras, miran de hito en hito y misteriosos». Todavía se fijan en él. «Y unos brazos se levantan, y al tiempo que las manos atusan los aladares crespos de las sienes, dejan recortado en el fondo indefinido un busto firme y esbelto». De pronto, siente unos dedos en el antebrazo. «La mancha del libro ha desaparecido». Aquellos ojos miran. Lo miran. A él. «El beso ha resonado largo».

  • Por favor, señor, ¿me dice la hora?
  • Sí, claro. Son las diez y diez.

Entrando el metro en la estación de Delicias, ve cómo la joven pregunta algo a una señora, y esta le muestra su reloj. Virgilio deja el volumen en el bolsillo. Clásicos Castalia. Número 53. Con sorpresa, descubre que su Dogma está parado. Le da cuerda. Y empieza a vivir un tic-tac.

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