Cuaderno de bitácora

Elogio a la locura

Para el caso que nos ocupa, darle la razón a Núñez Feijóo no es una cuestión de simpatías políticas ni ideológicas sino un puro ejercicio de triste necesidad. Es cierto. Estoy completamente de acuerdo con él al afirmar ante Susana Griso, en el espacio Espejo Público, que la clase política actual es lo peor de toda la Democracia. Sin olvidar los reiterados cruces de acusaciones que en su día  intercambiaron Zapatero y Rajoy, la Historia siempre acaba revalidando el principio de que “después de mí vendrá quien justicia me hará”, cuando recriminaban a Zp. 

El tiempo ha sentenciado que una casta mucho más ruin lustra con sus nalgas el cuero del Hemiciclo. Politicastros carentes de la más elemental educación, exentos del mínimo principio de urbanidad que permita la convivencia, con una actividad basada en el insulto, la descalificación, la mentira y la omisión, que ante sus felonías se defienden con el silencio contumaz y la evasiva, acusando a la oposición de sus propias faltas cuando los llaman a dar explicaciones.  

Pero, dejando por un momento de lado tanta insidia, debo confesar cuan consternado me tiene el Ministro de Transportes por haberme ignorado en su nómina de agravios, dejando patente que, careciendo de caché, apenas alcanza a cerebro tumultuoso, prueba inequívoca de que algún ejemplar del hombre moderno constituye el eslabón perdido entre los monos y el ser humano. Y todo por minusvalorar las posibilidades que aporta su complejo de feo —atributo nada más lejos de mi intención contradecir—, cuando podría sacarle partido doblando al Príncipe Adam en la versión de Disney de La Bella y la Bestia. Vaya, de ser necesario aún podría añadirse la amargura que pudiera reflejar el espejo evidenciando que todos llevamos un niño dentro, aunque a algunos se le note más que a otros.

Oscar Puente tiene la extraordinaria habilidad de recordarnos las palabras del inefable Groucho Marx cuando afirmaba de alguien que “él puede parecer un idiota y actuar como un idiota, pero no se deje engañar: es realmente un idiota”. A tan sólo tres días desde que agarró por el asa la cartera ministerial, fue capaz de enhebrar un rosario de improperios más extenso que el diccionario completo de insultos de Alfonso Guerra, y ahora lloriquea que le han dado por el palo, al experimentar en carne propia que de aquellos polvos estos lodos. Pero lo mejor es que, a falta de humildad, revalida el cenit del razonamiento simplón por no desperdiciar nunca la oportunidad de callarse, olvidando que la experiencia es algo maravilloso que  permitirte reconocer un error cuando vuelves a cometerlo, y es que la estupidez insiste siempre. Que a nadie extrañe que lo único que impide a Dios mandar un segundo diluvio es que el primero fue inútil.

Reconozco estar impresionado al no haber conocido nunca una mente tan pequeña en una cabeza tan grande. Llegados a este punto cabría pedirle al Ministro que hiciera algo productivo como dejar de ser él mismo. Está claro que la realidad supera a la ficción que nos permite superar la realidad, de modo que dándose Oscar Puente por afrentado, convocó a los asesores ministeriales —léase funcionarios con tareas propias de la Administración que excluye los delirios del Ministro—, para rastrear en los medios el caudal de insultos vertidos contra su persona. Cabría recordarle los  Artículos de 432 a 435 del Código Penal en vigor, relativos al uso privado del conjunto de bienes y derechos pertenecientes a las Administraciones públicas. 

Al final a uno apenas le queda preguntarse cómo pudo ser el más rápido de 200 millones de espermatozoides A la primera línea de defensa de Sánchez, malcarado, socarrón y faltón, se le atraganta el vejamen cuando no es él quien lo enuncia. Señor Ministro, por supuesto a mí me gustaría tomarlo en serio, pero no estoy seguro de si hacerlo sería ofender su inteligencia. No se queje usted tanto, que a Gracita Bolaños lo llaman el ministro perejil, y sosiéguese con las palabras de  Paul Henry Spaak cuando decía que la tontería es la más extraña de las dolencias ya que el enfermo nunca sufre porque quienes padecen la enfermedad son los demás.

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