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Constelaciones de Miró. Estrellas y caminos de la concordia

Cada vez que tengo la oportunidad de ver alguna de las obras de la magistral serie “Constelaciones” de Joan Miró, me vienen a la mente la Vía Láctea y el legendario campo de luces y estrellas, que remiten a la historia mágica de Santiago de Compostela. Aunque Miró no recorrió la ruta xacobea, seguramente en su prodigiosa imaginación transitó por los itinerarios celestes del camino milenario. Y ese conjunto determinante en su carrera, realizado a principios de la década de los cuarenta, integrado por 23 pinturas sobre papel, de pequeño formato, parece sugerirlo. Al artista le gustaba ver el mar, contemplar las estrellas, mirar el firmamento, observar con ojos de niño, los trazos y luces, que en sus múltiples variaciones le indicaban y llevaban a la creación de su propia iconografía. 

En el pasado, otros artistas reflejaron, signos, alegorías, objetos astrales o animales en superficies de piedra, en la pared o sobre el lienzo; siluetas metafóricas que dejan al descubierto parecidas inquietudes: la búsqueda desde la tierra de otras galaxias quizás más protectoras y benéficas. Y en ese cielo de Miró, de originales imágenes que se irá afirmando en el futuro, de significado definido, las escuetas formas son pájaros, estrellas, lunas, soles y mujeres de inconfundibles azules, amarillos y rojos; simplicidad en la representación de cada elemento, minuciosidad, lentitud intencionada en la elaboración de cada pintura, cuyas mínimas figuras ordenan un nuevo cosmos; en algunas de las obras de esa serie, la presencia de una escalera bien puede indicar los deseos que tiene el artista de evasión, de elevarse buscando un territorio más seguro; y en las explicaciones que ofreció sobre sus orígenes aclaró esa necesidad y también como la música de Bach, Mozart y la poesía tuvieron un papel cada vez más relevante en sus cuadros. 

Recordemos el contexto de creación del conjunto prodigioso y el asombro causado desde las primeras visiones, a su marchante Pierre Matisse, sintiendo inmediatamente la necesidad de mostrarlo en su galería de Nueva York; y aunque no lo parezca esas creaciones deslumbrantes, de sugestivos títulos revelan la pureza de su mente: “Personajes en la noche guiados por los rostros fosforescentes de los caracoles”, “Signos y constelaciones enamorados de una mujer”, “o El canto de un ruiseñor a medianoche y la lluvia matinal”, nacieron en momentos de grandes incertidumbres, en los comienzos del estallido de la segunda guerra mundial. Por tales motivos, la familia Miró tuvo que abandonar París hacia un lugar más seguro, Varengeville-sur-Mer, un pueblecito de la costa normanda en donde permanecieron hasta el siguiente traslado a Mallorca. En el entorno isleño y en el Mont Roig natal encontraron, en cierto modo, relativo sosiego.  

El cielo y las estrellas son el escenario esencial de la serie que consolida el universo de Miró; el cruce, la maraña de líneas negras, astros, animales, puntos y símbolos, traspasan la aparente visión del espacio nocturno. 

Y así como otros artistas fueron capaces de acuñar con toda crudeza, la realidad de los momentos bélicos mostrando por medio de imágenes la brutalidad e inhumanidad de los hechos, Miró supo plasmar su momento incierto de un modo absolutamente onírico y de delicadeza extrema, fruto de sus viajes imaginativos, de los sueños, de la exploración interior. Quedará en la historia del arte esa serie magistral como símbolo excepcional de unos tiempos convulsos.

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