Memorias de un niño de posguerra

Aquellos chiquillos que jugaban descalzos

Yo crecí siendo un niño solitario… a la fuerza. Mis hermanos mayores estaban demasiado ocupados con sus cosas como para hacerme caso. El resultado es que me pasaba las horas sólo jugando a la pelota, montando en bicicleta… y leyendo. No me pregunten cómo, pero yo aprendí a leer y escribir por mi cuenta, con la ayuda inestimable de mi madre, y  me sabía de memoria los relatos de una revista editada en Buenos Aires y que me encontré en un estante de la biblioteca, con historias bélicas de héroes norteamericanos del oeste y detectives listísimos de aquella nacionalidad.

Pronto tuve compañía en mis juegos con dos vecinas de la casa de al lado, Irene y Loli Romero, que fueron mis primeras grandes amigas, especialmente la primera, y que desgraciadamente ya no están en este mundo. Con ellas jugaba al rescatado y al alza la malla, pero al fútbol tenía que practicar por mi cuenta.

Una mañana vi como un grupo de chiquillos jugaba un partido en la calle. Los postes de la portería imaginaría eran la pared de una casa y un farol, y, de vez en cuando, se oía ¡Para, que viene un coche! Y el coche pasaba, y el partido continuaba. Hablo de los años cuarenta del pasado siglo, cuando el tráfico rodado era escaso.

Me dieron tanta envidia, que pedí permiso a mi madre para salir a jugar con ellos. Pero la respuesta es que no conocía de nada a esos chicos, y que era más seguro quedarme en mi jardín, donde podía jugar como quisiera. Yo me quedé enfadado, y se lo conté a mi abuela, que era sabia, como casi todas las abuelas, y le dio la razón a mi madre. Pero para calmarme recurrió a un viejo truco que era contarme historias del pasado que siempre me parecían interesantes.” Eres igual que tu padre. Cuando tenía tu edad, envidiaba a los chicos de la calle que jugaban con una pelota con trapos atados con un cordel. Como ha ocurrido contigo, me pidió permiso para salir a jugar con ellos. Entonces nuestro hotelito era el último de la calle. Recuerdo que mi marido y tu abuelo, Sinesio Delgado, tenía unas tarjetas de visita que decían "Sinesio Delgado. Escritor. Don Ramón de la Cruz, último hotel”. Los alrededores estaban ocupados por solares, que aprovechaban los chiquillos para jugar. Se había puesto de moda el fútbol, que habían traído a España los ingenieros ingleses que trabajaban en nuestro país, y los estudiantes que volvían de Inglaterra. Tu padre me dio tanto la lata que le dejé ir, pero bajo la supervisión de una de las criadas. Llegó botando una pelota de goma reluciente que le habíamos regalado, y los chavales le dejaron jugar con ellos. Pero ¡horror!, se dio cuenta de que todos iban descalzos. Avergonzado, pidió jugar de portero, y así pasaron el tiempo. Quedó con ellos para el día siguiente, y ante el asombro de la criada, al salir se quitó los zapatos y los calcetines, los arrojó al jardín y, descalzo, jugó con los chiquillos de igual a igual. La criada se chivó a mi abuela, diciendo que mi padre había jugado con golfillos. Pero mi abuela, que era sabia por ser abuela, contestó: “Si son golfillos no tienen la culpa. Pero los grandes golfos no van descalzos. Los grandes golfos van en coche”.

No sé qué habrá sido de aquellos chiquillos, ya todos muertos. Pero deseo que hayan triunfado en la vida, pisando fuerte, pero calzados, bien calzados.

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