Tinta en la torre

Bodas de Lorca

La llovizna de un invierno aletargado caía desde un cielo plomizo la tarde del miércoles 3 de enero. Un día antes, un tren Renfe de alta velocidad que partió de la estación Barcelona Sans, en la capital de Cataluña, me había llevado, luego de un trayecto de 7 horas, a Granada. Aquel mediodía, a la casa Aljibe del Callejón Santa Ana, María Ángeles Vásquez y Jorge Fernández – Cid Villasenín, editores de la revista internacional de literatura Ómnibus, y fundadores del sello editorial Mirada Malva, llegaban provenientes del poblado cercano de Dúrcal. Las magnolias, los cipreses y los laureles ateridos por el viento frío llegado de la sierra, perdían sus últimos verdores sobrevivientes del paso otoñal entre los ocres invasores del inicio del nuevo año. El río Darro rumoraba bajo el puente de calicanto el cauce silencioso que se abre entre la arquitectura pedregosa. 

Las geometrías exactas y lúdicas del ingenio árabe que se exhiben en telares y pisos, murales y capiteles señalan un antiguo orden, que, en medio de este chubasco, recuerdan que el arte aquí surgió de la roca, el tejido y el canto. Camino a La Alhambra, expresión cimera de la armonía y la monumentalidad morisca, los versos del poeta fusilado en el Barranco de Víznar se paladean como un tenue ritmo que confirma su afecto con la ciudad: La lluvia tiene un vago secreto de ternura;/ algo de soñolencia resignada y amable, / una música humilde se despierta con ella/ que hace vibrar el alma dormida del paisaje. Advirtiendo la señal arcana de la naturaleza, Lorca fraternizó el cuerpo degradado y envilecido por las rutinas con las vibraciones esenciales de la vida. El canto primitivo que dices al silencio/ y la historia sonora que cuentas al ramaje/ los comenta llorando mi corazón desierto/ en un negro y profundo pentagrama sin clave. Cual creyente en la esencialidad del agua, en su interpelación a la materia vivifica la manifestación del cosmos para reconocerle un carácter histórico. En su celebración, lo transitorio se hace perenne y la naturaleza extensiva y dialógica. Un imperioso afán por sembrar belleza le hace invocar la noción sagrada de lo que se resiste a ser pasajero. 

¿Por qué la muerte de Federico García Lorca, después de 88 años de su fusilamiento despierta los sentimientos más enconados y abre los debates de mayor crispación en la sociedad española? Quiero arriesgar en estas líneas que la muerte de este poeta de ideas republicanas y mártir literario de la guerra civil es una cicatriz en la conciencia y el espíritu de España. Exterminar la inteligencia, lo creyeron aquellos trogloditas capaces del ritual de sevicia perpetrado al autor de Romancero Gitano, equivalía a desaparecer un conato de ideas que reivindicaba el sentir de un pueblo y la estética de una época.  Su fina sensibilidad exaltó las expresiones populares, los rudimentos de las provincias y los rituales sencillos de la comarca. Lorca fue capaz de aprehender las exquisiteces de la existencia que el extravío de los dioses nos depara como único asidero en un mundo de perpetuo adocenamiento. 

Cobra sentido, en una estricta revisión histórica, que un hombre que animaba los sentires de las gentes sencillas, con los versos fundantes de una mirada plena de vitalidad, incomodara a quienes solo eran guiados por la necedad castrense y la sinrazón de la guerra. Su talento tornaba la balada y la elegía en expresiones supremas para el enaltecimiento de seres que el poder juzga marginales y anodinos. Yo quiero que me enseñen un llanto como un río/ que tenga dulces nieblas y profundas orillas, / para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda/ sin escuchar el doble resuello de los toros. Habrá causado desazón y envidia, no pocos celos y mucho extrañamiento, observar a un poeta dibujar la estampa del humilde sin las pomposidades y los aturdimientos de los cuarteles. Desprovisto de la acritud de los generales y sí con la palabra franca y llana de los artesanos, los goces y vicisitudes los vertía en el cuenco en el que el canto y el arte se fusionan y se hacen uno solo. Aquí la muerte no es más que una ligera estación. 

¿Qué le dice la poesía de Federico García Lorca al mundo hispánico de hoy, arrebatado por las consignas de los marchitos nacionalismos y opacado por la imposibilidad de acrisolar los saberes que se estancan en las inútiles rencillas de las fronteras ideológicas? En la misma lengua que Lorca compuso poemas de exquisita sutileza y perdurable fervor amatorio, hoy se elaboran las soflamas y los discursos de odio que nos niegan la riqueza de una cultura universal e incluyente. Su voz, habilitada para la tragedia y el júbilo, deberá ser traída de vuelta para reconciliar el arte con la vida. Yo pronuncio tu nombre/ en las noches oscuras/ cuando vienen los astros/ a beber en la luna/ Y duermen los ramajes/ de las frondas ocultas. / Y yo me siento hueco / de pasión y de música/ loco reloj que canta/ muertas horas antiguas. Porque el tiempo se esfuma y la contingencia de la vida nos exhorta a prodigar amor, la poesía de Federico García Lorca nos invita, en esta era de hostilidades, vacíos y creencias exacerbadas, a vivir sin los apremios de la vanidad y la ambición.