Del sur xeneixe

Alfredo Lazzari. Maestro precursor y pintor de la luz única

En el mes de marzo del año 1897 llegó a la Argentina un artista nacido en la provincia de Lucca, Italia, contratado para realizar un vitraux –se supone que en la catedral- de la nueva capital de la provincia de Buenos Aires nacida quince años antes. 

Se ignoran las razones por las cuales el mismo no se llevó a cabo y en consecuencia el joven toscano formado en su ciudad natal, Florencia y Roma, se encontró “a la intemperie” en un país lejano y desconocido. 

Lazzari no solo se había formado en el conocimiento de las artes plásticas; su saber se extendía al campo de la literatura y las lenguas clásicas. 

Durante un tiempo se afinca en el barrio de La Boca, en un domicilio familiar situado en la calle Alvarado al 700, con cuyos integrantes guardaba algún grado de parentesco, hasta que el año 1903 decidió trasladarse a una localidad sureña llamada Lanús, por ese entonces un paisaje casi  ompletamente rural, del cual deja algunos testimonios plásticos perdurables. Cabe destacar que fuera de ese corto periodo que comprende los años 1897-1903, en el que llegó hasta el lugar impulsado por circunstancias fortuitas, Lazzari nunca tuvo un asentamiento fijo en el barrio marinero, a pesar que su vida artística, sus lecciones ejemplares y su magisterio académico, tuvieron su epicentro en él y lo convirtieron sin disputa alguna, en el fundador de su escuela artística. 

El impensado inmigrante no dejó testimonio escrito de las razones que lo indujeron a adoptar la decisión de convertir la aventura trasatlántica en un destino. 

Sin duda que el haber conseguido un trabajo estable como profesor de la materia artística debe haber pesado mucho para que eso ocurriera. 

Precisamente fue en el año 1903 que logró alcanzar ese objetivo, que le fue propuesto por los miembros de una Academia de Música, más tarde ampliada a otros “ramos generales” que funcionaba en el barrio boquense dentro de la sociedad de socorros mutuos Unión de La Boca bajo la dirección de dos músicos locales y pequeños empresarios llamados Hugo Pezzini y Cesar Stiattesi . 

Las clases hasta entonces comprendían actividades manuales tan distintas como cursos de corte y confección, oficios diversos y música. 

La incorporación de Lazzari representaba desde ese momento la presencia del arte con mayúsculas; agregaría cursos de dibujo, pintura, escultura y cerámica. 

Llegó a la flamante sociedad de socorros mutuos sin saber que era el hombre indicado que llegaba en el momento justo al lugar esperado 

Cuando la Boca del Riachuelo era un pequeño “paese” que labraba afanosamente su destino en torno de ese vientre fecundo que fue el Riachuelo, Lazzari se acercó a su ribera deslumbrado por la luz sureña y desde entonces –y hablamos de las postrimerías del siglo XIX- no cesó de recrearlo amorosamente al tiempo que preparaba desde sus cursos nocturnos a jóvenes proletarios ávidos de asirse de medios técnicos idóneos para nutrir su arte. 

Estos jóvenes, descendientes de familias proletarias que estaban impedidos, por razones de  tiempo y recursos, de concurrir a las academias oficiales que funcionaban en lugares alejados de sus humildes viviendas suburbanas, de pronto un día se encontraron con un maestro ejemplar cuyas valiosas enseñanzas les permitieron rápidamente ganar confianza en sí mismos al tiempo que descubrir imágenes de alta calidad de algunas obras maestras de los grandes maestros del Renacimiento a las que accedieron a través de préstamos temporales que realizaba a sus alumnos de libros de su biblioteca particular.. 

Al maestro toscano se lo recuerda por la firmeza de sus convicciones republicanas, la generosidad de su espíritu, y el carácter templado en los rigores del estudio.

Su método de enseñanza en la cátedra fructificó bajo la cálida conjunción de la humildad y la autoridad artística. 

Sus cualidades académicas las acredita la jerarquía de los maestros que formó Quinquela y Lacamera se destacan en primer lugar 

No menos se recuerda a aquellos otros, ya consagrados, que recibieron sus consejos u opiniones, como fueron los casos de Valentín Thibon de Libian y Miguel C. Victorica. 

Tuvo la grandeza de haber entregado los secretos de su arte, de manifiesta modernidad para entonces, a una generación de jóvenes que mediante los recursos recibidos en sus lecciones construirían más tarde una perdurable iconografía del lugar, ligada a la vida fluyente de su colectividad, que más tarde le otorgó identidad en el mundo entero. 

Y al mismo tiempo, desarrollaría su obra, sin prisa pero sin pausa, consciente que lo grande cabe en lo pequeño. 

Vivió en lírica disposición, como el aliento claro de lo recién nacido, en estado de jubilosa epifanía. Entre nosotros y también más allá del “paese” boquense, fue de los primeros en introducir la visión italiana del impresionismo, cultivando el paisaje urbano, suburbano y la vista portuaria de la ribera, género en el cual lo considero personalmente su verdadero iniciador. El escritor, crítico de arte e historiador Ernesto B. Rodríguez, en el año 1968, es decir, casi 20 años después de su muerte, tuvo el mérito de ser el primero de los especialistas en la materia artística en dedicar un volumen a estudiar su obra concienzudamente.  

Bajo el título claro y preciso “Alfredo Lazzari, un Maestro y un Pintor” destacó en la obra los verdaderos valores del maestro de Lucca. 

Resumió de un modo insuperable su hacer. 

Dijo allí que Lazzari fue dentro de nuestro país “el pintor del momento único, con una luz única” y en pos de ella, se lo vio espíritu peripatético al fin, recorriendo los distintos parajes de la ciudad y la ribera, en busca de la impresión que descubre el ojo asombrado del verdadero artista. Su hijo Aldo, que dedicó su entera existencia a situarlo en el lugar de precursor que le otorga el papel cumplido en la vida artística y cultural de la época dentro y fuera de La Boca, me contó alguna vez que, cuando era niño, su padre solía llevarlo de paseo a los parques porteños, y casi siempre salía acompañado de su caja de pintura y su infaltable pipa, y que al tiempo que él disfrutaba de los juegos de su pequeño hijo, el maestro aprovechaba para pintar alguna impresión, casi siempre utilizando como soportes las tablitas de madera que le proveían sus cajas de cigarros.  

Tan modesto era en sus necesidades, que recién cumplidos los 64 años –y en gran medida debido a la insistencia de los antiguos discípulos devenidos entonces grandes maestros, tales como Quinquela Martin y Fortunato Lacamera en particular, se decidió a exponer en público, y hasta su muerte, ocurrida casi 15 años después, solo lo hizo nuevamente en otras dos ocasiones. La crítica especializada no supo descubrir entonces los méritos del maestro, y mucho menos, los de precursor. 

Debieron transcurrir casi cincuenta años de aquella fecha, para que se reconociera el justo título de numen de esa escuela de arte que en el Río de La Plata alcanzó ribetes inconfundibles. Hoy, su nombre está definitivamente incorporado al núcleo fundacional de los artistas precursores, y sus impresiones de “encendida intimidad” como las llamó J. Romero Brest, forman parte indiscutible del registro iconográfico nacional de aquella lejana etapa liminar. En cuanto al arte boquense… representan más todavía! 

Son el punto de partida desde el que se construyó el imaginario de raíz inmigrante que dio a luz a  la identidad que construyó la Escuela de arte de La Boca, imagen de mundo convertida más tarde en “protohistoria” del arte de Buenos Aires (Rafael Squirru), fenómeno mucho más complejo que  las simplificaciones que ensayó para explicarlo durante décadas la crítica metropolitana, 

empeñada en caracterizar al arte boquense con la muletilla de “escuela de reacción social o visión  simplemente pintoresca”. 

Para cerrar esta nota, laboriosamente escrita, quisiera agregar que estaría dispuesto a sacrificarla en su totalidad, si tuviera la certeza que el hipotético lector retiene las palabras que estampó en  las hojas finales de su obra “La Boca del Riachuelo en su historia” el maestro paradigmático Antonio J. Bucich. 

Me consolaría saber que recuerdan, aludiendo al maestro de Lucca, “…(que) mirando hacia un  tiempo que se desvanece en la penumbra… el rostro de Alfredo Lazzari asoma siempre tras los pintores del Riachuelo”.