Al grano

Absurdas pasiones futboleras

Cuando escribo estas líneas, son las horas previas de un partido de la Champions League que va a disputar un equipo español contra otro francés. Los informativos de los medios de comunicación no se están centrando en ningún aspecto meramente deportivo del encuentro, sino en el enorme dispositivo policial que se ha montado para controlar a los hinchas de ambos equipos. También se da cuenta de que los hosteleros, que tienen sus establecimientos cerca del campo en el que va a tener lugar el encuentro, han tenido que retirar las mesas y sillas de sus terrazas para evitar que estas sufran daños ante su previsible utilización, como armas arrojadizas, en los enfrentamientos que van a tener lugar, con toda seguridad, entre ambas aficiones.

Esto que ha ocurrido, como escribo, hace unos días es algo que se repite indefectiblemente, y no solo cuando se trata de  equipos de países distintos; cuando los contendientes se enfrentan en uno de esos encuentros que los periodistas denominan derbis o clásicos, los dispositivos policiales que se establecen para evitar o reducir la importancia de los incidentes, son todavía más espectaculares porque, paradójicamente, la rivalidad de las hinchadas crece exponencialmente, a pesar de esos afectos y afinidades que, en teoría, deberían existir entre los nacidos en el mismo territorio, en uno vecino o en la misma comunidad autónoma.

Pero esa, como digo, solo es la teoría porque la realidad es muy distinta y por ello, cuando se enfrenta, pongamos por caso, el Getafe al Atlético de Madrid, las hinchadas de ambos equipos no tardan en dedicarse entre ellos toda suerte de insultos, improperios y toda suerte de descalificaciones, lo que, bajo mi punto de vista no deja de resultar paradójico porque lo suyo es que las aficiones de ambos conjuntos mantuvieran entre ellas sentimientos  más fraternales, por razones de paisanaje y vecindad.

Y claro, si esto ocurre con los próximos, cuando los que se enfrentan son los dos grandes del fútbol, el Real Madrid y el Barcelona, entonces sí que el panorama adquiere tintes de contienda de primera división. En este caso, la disputa verbal sube de decibelios, lo mismo que la gravedad de las ofensas, aflorando en ellas toda suerte de odios y esas visceralidades interregionales, que suelen generar, con facilidad, las cabezas poco dadas a la reflexión y al conocimiento, por la presión y presencia excesiva de los sentimientos nacionalistas.

En todo caso, si los habituales enfrentamientos de las hinchadas se quedarán siempre en palabras, mejor dicho, en insultos y descalificaciones, la cosa no tendría más importancia, sobre todo, en un país como el nuestro tan familiarizado con las asperezas verbales, gracias, en gran medida, a nuestros próceres políticos que, últimamente, protagonizan debates parlamentarios de perfil bajo, más caracterizados por las ofensas personales que por las propuestas de buen gobierno. 

Sin embargo, ocurre que las palabras solo son el preámbulo o el precalentamiento y por ello, los hinchas, cuando se enfrentan, no tardan el pasar a la violencia, protagonizando auténticas batallas campales cuando no, incluso, actos criminales que, bajo mi punto de vista, carecen de toda razón o justificación. Me viene ahora a la memoria el caso, especialmente revelador, de ese joven que fue asesinado en Burgos por el simple hecho de haber manifestado su condición de simpatizante del Real Valladolid. Que en pleno siglo XXI ocurran hechos de esta naturaleza resulta tan inquietante como descorazonador porque vienen a evidenciar las graves carencias de nuestra sociedad en materia de valores éticos y morales.

A mí me parece razonable que cada uno tenga sus preferencias e inclinaciones en materia futbolística, pero de ahí defender tales propensiones por la vía de la violencia, bien sea física o verbal, es algo que resulta tan absurdo como incomprensible. Por muy grande que sea nuestro entusiasmo o nuestro amor a un determinado equipo de fútbol, no podemos perder de vista algunos hechos que nos pueden ayudar a racionalizar y, sobre todo, a dosificar en sus justas proporciones esos sentimientos o esas emociones que los seguidores exteriorizan antes, durante y hasta después de los partidos. 

Hace años, había algún equipo en España, como el Atlético de Bilbao o la Real Sociedad que procuraban que en sus filas sólo hubiera jugadores con esos orígenes. Pero ahora la cosa ha cambiado, y tanto esos dos equipos y como todos los demás se han olvidado de los escrúpulos geográficos y sus directivas contratan a los jugadores, no atendiendo a razones de paisanaje sino considerando su precio y su calidad.  

Por ello, actualmente, en las alineaciones de los conjuntos de la liga española se pueden encontrar deportistas de todas las razas, colores, procedencias, credos y religiones. En definitiva, profesionales plurales y variopintos que, como es natural, se baten el cobre sobre el terreno de juego, estrictamente, por dinero y no por amor a la tierra o por devoción a la patrona de la ciudad que lleva el nombre del equipo. 

Hay que dar a Dios lo que es de Dios y a los equipos de futbol lo que se les debe dar que es nuestro apoyo, nuestra simpatía y hasta nuestro cariño, caso de que proceda, pero sin ir mucho más allá, insultando a los que hacen lo propio en el equipo contrario o agrediéndolos con sillas o mesas de terraza como si realmente fueran enemigos a los que hay que batir, como si además de un resultado se vieran amenazas nuestras más arraigadas y queridas señas de identidad.

Es más que probable que los que todos los días se dedican al apasionante ejercicio del insulto o de la violencia futbolera no lean este artículo y de ahí, la previsible inutilidad del mismo. Pero por si se diera el caso de algún  hincha que, además de los excesos propios de su condición, también le diera ocasionalmente por la lectura de artículos como el que nos ocupa, me permitiría sugerirle que, cuando se lance a la defensa de sus devociones futboleras, lo haga con la debida mesura, y  pensando que los 22 señores que se lanzan a un campo de fútbol para dar patadas a un balón durante noventa minutos lo hacen por una pasta, casi siempre,  gansa y sin que su amor o identificación  con los colores de nuestro equipo del alma dure mucho más allá que su contrato.

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