Nadando entre medusas

Tatuajes bajo la piel

En la época victoriana, Gran Bretaña era la primera potencia mundial, gracias a su economía y la extensión de sus colonias. Pero la revolución que llegó incluso a los transportes con la aparición del ferrocarril y el barco de vapor, no impidió que en esta época el índice de mortalidad infantil fuera muy elevado. Lo sufrían principalmente las clases más pobres, debido a la mala nutrición, una total falta de higiene y el hacinamiento en los hogares que provocaba el contagio de todo tipo de enfermedades. La esperanza de vida de los recién nacidos era tan corta, que no se les bautizaba hasta pasados unos años. Pero este fenómeno, curiosamente, también afectaba a las clases altas. Los niños que estaban rodeados de todo tipo de lujos y alejados de la suciedad y de esas infecciones que se ensañaban con los más pobres, también morían ante el asombro de sus familias. ¿Por qué, si tenían de todo?, se preguntaban. Pero hoy la neurociencia nos ha demostrado que les faltaba algo esencial: el contacto físico. Algo nada sorprendente, pues dos de las características de la moral victoriana eran la represión de toda muestra afectiva y la evitación del contacto personal. Por eso, los niños no recibían caricias, ni besos, ni abrazos, ni cualquier muestra de cariño que, según dicha moral, pudiera debilitar su futura personalidad. Es decir: les negaban todo eso que, según la neurociencia actual, refuerza espectacularmente nuestro sistema inmunológico, a cualquier edad. En aquella época, también había un principio de derecho consuetudinario, llamado “Malitur manus imposuit”, que literalmente significa: “Impuso suavemente las manos”. Un derecho que permitía a los maridos golpear a sus esposas, siempre que no se ensañaran y su fin fuera claramente pedagógico. Es decir: mientras que a los niños no se les debía tocar ni dar amor para que pudieran desarrollar una personalidad fuerte, a las mujeres había que azotarlas de vez en cuando para evitar que desarrollaran una fuerte personalidad.

Medio siglo después de finalizar la era victoriana, el psiquiatra Joseph Wolpe desarrolló la técnica de desensibilización sistemática, un método que hoy se sigue utilizando en psicoterapia para superar fobias como el miedo a los ascensores, a salir a la calle, a determinados animales... Consiste en exponer al paciente al estímulo fóbico, siguiendo una curva de dificultad ascendente, es decir: de lo más fácil a lo más complicado. Al principio se le pone ante una situación que provoque ansiedad cero, y luego se va subiendo gradualmente el nivel de exposición ante el objeto o la situación que causa la fobia. Gracias a esta exposición controlada, el paciente irá consiguiendo una desensibilización progresiva que le permitirá lograr una extinción completa de la ansiedad. Como vemos, es una técnica de modificación de conducta. Pero la desensibilización sistemática, no sólo sirve para disminuir y anular la respuesta fóbica e irracional ante un objeto o una situación determinada. También sirve para todo lo contrario: disminuir y anular un rechazo ante algo que, por ser irracional, debería ser del todo inadmisible. Naturalmente, esta técnica no la usan los especialistas en psicoterapia, pero sí la utilizan a diario los maltratadores domésticos. Y al igual que ellos, usan el método de la gradualidad ascendente: primero exponen a su víctima a una humillación que les produzca una ansiedad aceptable, y luego, progresivamente, a medida que la víctima se va habituando, la intensidad del maltrato aumenta hasta que ella, no sólo lo normaliza, sino que acaba siendo incapaz de medir sus consecuencias. Desconoce que para el maltratador, el fin no sólo justifica los medios, sino también los miedos. Por ejemplo, el miedo a la culpa con el que la víctima vive a diario. Por eso, el objetivo que tiene con ella es alterar su percepción de la realidad para acabar invirtiendo su concepto de la justicia  De esta forma, lo justo queda subordinado a lo necesario. Es decir, el mal acaba siendo aceptado como un bien imprescindible para la convivencia. Si el psicoterapeuta usa la desensibilización sistemática para curar los trastornos por evitación, el maltratador se sirve de ella para conseguir la sumisión ante lo intolerable. Y a veces su técnica es tan efectiva, que consigue que la víctima se desensibilice incluso ante lo macabro: el temor a vivir sin su maltratador.  

Lo paradójico es que esta técnica que él usa para desensibilizar (y desestabilizar) a su víctima, no sirve para tratarle a él. Nunca se presentará como paciente ante un especialista, porque no es consciente de tener un perfil psicopático. A su favor puede alegar que no está enfermo, y en muchos casos tendrá razón. Pues un comportamiento como el suyo no siempre puede ir asociado a un trastorno mental, ya que muchas veces no presentará deficiencias cognitivas, ansiedad, depresión, discapacidad funcional, ni riesgo de conducta autolesiva. Como tampoco sufre alucinaciones, no será diagnosticado como paciente psicótico. Y si le preguntan, ni siquiera se verá a sí mismo como un sádico, pues alegará que no busca placer en el dolor ajeno, sencillamente porque no lo reconoce como tal. El maltratador consigue justificar su conducta, cuando logra que la víctima cotidianice su dolor. Un dolor que pasa a ser un miembro más de la familia.

Pero hay otro tipo de castigo, que por ser más sutil, no deja de ser maltrato. Hace pocos días, mi masajista me contó una experiencia reciente. Estaba tratando a una clienta de mediana edad que sufre desde hace años unos dolores cada vez más intensos, debido a la fibromialgia. Y cuando ya estaba acabando, le preguntó si quería terminar la sesión con un masaje facial. La mujer aceptó, pero, al minuto de haber comenzado, el profesional sintió una humedad extraña en sus dedos. Y no era su aceite. Entonces se dio cuenta de que estaba usando como lubricante las lágrimas que en ese momento se deslizaban por las mejillas de la clienta. Desconcertado, el masajista le ofreció unos pañuelos de papel para que se sonara y continuó su trabajo, secándole discreta y suavemente con los dedos esas lágrimas que no dejaban de brotar. Al terminar la sesión, la clienta, ya más serena, se disculpó intentando esconder sus ojos por la vergüenza: "Lo siento mucho, no sé qué me ha pasado. Pero cuando has empezado a acariciarme la barbilla, las mejillas, las sienes, la frente... En ese momento me he preguntado a mí misma cuántos años hace que nadie me toca, a pesar de que tengo un marido y cuatro hijos. Cuántos años hace que nadie me da un abrazo. Cuántos años que nadie me besa, sin pedirme algo a cambio. En ese momento me he dado cuenta que, a pesar de tenerlos a ellos, también tengo un cuerpo. Un cuerpo del que soy consciente, sólo cuando me duele algo. Un cuerpo de mujer que necesita caricias. Todas ésas que, por sentir que no era merecedora de ellas, ya las había olvidado".