Cápsulas viajeras

SPQR

Cuando llegué a la ciudad de Roma, lo primero que hice fue visitar el Coliseo, conocido en la antigüedad como “Anfiteatro Flavio”. Al entrar, dirigí mi mirada hacia la arena y me transporté al pasado. El Coliseo era tal y como lo había imaginado: imponente e inmutable al paso del tiempo. Su grandiosidad era colosal y pocos lugares en el mundo lograron capturar mi imaginación como aquel día en el Coliseo. Desde una posición elevada en el anfiteatro, contemplé lo que quedaba de los pasillos y galerías inferiores donde los gladiadores eran encerrados antes de salir a luchar a vida o muerte en la arena. Pude visualizar a la multitud en las gradas del circo, vitoreando en los juegos destinados a entretener a la plebe. A lo lejos, la figura seductora de Cleopatra, la última reina de Egipto, y a Julio César y Marco Antonio sucumbiendo a sus encantos. Si el pulgar se señalaba hacia abajo, estaba sellado el destino. Era la grandeza de Roma.

Al salir del Coliseo, en la misma calle, todo parecía un museo en sí mismo. El Foro y el Palatino Romano, que eran el corazón de la antigua Roma, desprendían historia por todas partes. Sus ruinas y templos me transmitieron la sensación de estar frente a lo eterno. Horas más tarde, caminaba por los pasillos de los Museos del Vaticano, observando las diferentes salas con las Estancias de Rafael. Allí me encontré con varios artistas contemporáneos que realizaban trabajos de restauración, dándole vida y color a las pinturas. Me preguntaba quiénes eran esos jóvenes que no temblaban al realizar tal trabajo, lo orgullosos que debían sentirse sus padres y, por qué no, el mismísimo Rafael, quien falleció en 1520 a los treinta y siete años sin imaginar que quinientos años después su legado seguiría vivo.

Mientras contemplaba el fresco de la Escuela de Atenas, que representa a diversos sabios de la época, como Pitágoras, Parménides y Arquímedes, reunidos junto a sus alumnos, aprendí que la filosofía no nació en un aula, sino en las calles de una ciudad donde Sócrates, nacido en Atenas, enseñaba filosofía a la comunidad, a sus vecinos y amigos, en plazas, parques o mercados. Él, el padre de la filosofía, maestro de Platón, que ingresaba al aula sosteniendo el Timeo, que habla sobre la cosmogonía y el alma del mundo, junto a su discípulo Aristóteles y su obra sobre ética y moral. Aquella pintura me hizo comprender que la filosofía es humana, no meramente académica. Pude captar lo que se puede encontrar en la vida cotidiana, cuando el ser humano se desenvuelve en el mundo. Me dio a deducir que otra forma de crecer y filosofar es a través de los viajes, no sólo adquiriendo conocimientos teóricos, sino también a través de la experiencia, para contrastar y formar un criterio propio. 

También lo sentí cuando contemplé, minutos después, las pinturas al fresco de Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina, una representación divina según la mitología romana. Levanté mi vista al ábside y pude, como una persona común, glorificar su obra: el Juicio Final. Un mural que solo el artista puede discernir con su valor moral y los académicos pasan toda una vida estudiando. Observé la visión religiosa y existencial de Miguel Ángel sobre la humanidad, desde la creación de Dios y el primer hombre, Adán, hasta la representación de la desnudez en contraposición a la Iglesia de Roma, los ángeles, las vírgenes, los demonios, las luces y las tinieblas. 

A la salida, me encontré a los pies de la Plaza de San Pedro, donde la cúpula de la iglesia resplandecía majestuosa sobre el cielo de Roma. Así concluyó mi recorrido por la eterna ciudad sagrada del catolicismo. La luz de los atardeceres pintaba las piedras y monumentos con su historia en un amplio espacio que abarcaba su imperio.