Cápsulas viajeras

Santiago de Cuba

Carlos Muñoz González
photo_camera Carlos Muñoz González

En Santiago de Cuba había muchas casas para alquilar. Pregunté precios en varias de ellas, y cuando vi una que me convenció entré. Al abrir la puerta un poco retorcida, una primera estancia me llevó a subir por unas escaleras de madera; arriba, la vivienda tenía una primera planta rectangular, el centro, que era el cubículo principal, lo constituía un gran patio y las dependencias daban a la galería que lo rodeaba, un segundo piso me llevaba a la azotea. Mi habitación, en un costado, tenía baño privado y aire acondicionado adentro; el salón del comedor era amplio, con techos altísimos de cinco metros, puertas y ventanas de doble hoja, con rejas torneadas, aunque apenas tenía mobiliario, pero me sentí en un palacio. Las casas cubanas no tenían mucha ornamentación interior, pero solo con ver sus altos techos y cubierta de madera labrada, impresionaban a cualquiera. Como me encontré muy animado, me senté un rato en el balcón del comedor que daba a la calle principal. 

Rafael, el dueño, se sentó a mi lado para conversar. No tardó en sincerarse conmigo, diciéndome que no todo lo que yo veía era como parecía, que esas casas bellas no eran “palacios de oro” y que él no era adinerado por ser el patrón. Me dijo que era ingeniero, que no tenía carro ni bicicleta y que alquilaba sólo una habitación. Allí vivía con su mujer, su hija, su nieta, y se ganaba la vida como podía por medio del turismo. Sin embargo, se quejaba de que había que pagar luz y agua como en todo hogar, pero que el Estado se llevaba casi todas las ganancias. Después agregó: “¿Sabes, chico?: aquí todo se paga triple, es una lucha diaria. Aun así, no podemos quejarnos, somos afortunados. El cubano está acostumbrado a vivir en la escasez. Igualmente, no sabemos de crisis, porque nacimos con ella. Cuba es una isla mágica que vive en la carencia, y no sabes si odiarla o amarla. La moneda cubana está devaluada, apenas tiene valor. La cartilla de abastecimiento todavía existe medio siglo después del triunfo de la Revolución. Para adquirir dichos productos tenemos que acudir a las llamadas bodegas, la canasta básica: pollo, arroz, huevos, frijoles, sal, aceite vegetal, azúcar, galletas y cerillas. Para café no alcanza. Si tienes que vivir de tu salario cubano siendo un hombre honrado, lo tienes muy crudo; el salario medio es de 15,20 pesos cubanos al mes. Con ese dinero no puedes comprar ni un sartén para freírte los huevos. “Vivimos en el umbral de la pobreza”. 

Todo lo que escuchaba producía en mí un duro efecto, pues como turista yo no sentía todas esas necesidades, todo me parecía hermoso en Santiago; a las personas las veía de andares alegres, pero en el fondo podía ser otra cosa.  Entonces, le pregunté:

—Si es así, Rafael, ¿cómo sobrevive la gente? Todos van bien aseados, vestidos, limpios, no veo a nadie desnutrido ni mendigando por las calles, no hay analfabetismo ni delincuencia; la gente es longeva. Nunca he visto nada igual en ningún otro país del mundo. 

—Mira, el cubano se las ingenia. Hay una doble economía sumergida: vivimos de la estafa, del engaño; el gobierno nos obliga al hurto: robamos en nuestros trabajos cada cual lo que puede y lo vendemos después en el mercado negro. Esa es nuestra salida para subsistir. La gente que trabaja en lo relacionado al turismo vive mejor al recibir las propinas en CUC, más desahogados. Familias que están en el exilio, separadas, no pueden ser felices. ¡Ay, chico, tú no sabes! Mira mi hija: cuando converses con ella te darás cuenta de que está de los nervios, me tiene loco. No sabes lo que yo he pelado con todo esto. Estuvo dos años en prisión por no firmar unos papeles y cagarse a todo lo alto en Fidel. Y eso que ella tiene matrícula de honor en economía y finanzas. Si tú eres amigo de algún alto cargo y cierras la boca, todo bien, puedes solucionar lo que quieras. Ahora bien, como digas lo más mínimo en contra de este gobierno, terminas como terminó mi hija, en una cárcel. Antes Cuba era una nación próspera. Fue el primer país de toda América Latina adonde llegó el ferrocarril, el tranvía, el automóvil y la televisión, la segunda nación del mundo donde se vio la tele en color y circulaban por La Habana en aquella época más coches clásicos que en Michigan. El comunismo teóricamente es lindo, pero en la práctica es distinto, no existe, porque cada hombre es un mundo aparte y el ser humano es ambicioso, aunque hay ambiciones buenas y malas. Prefiero no hablar más. A pesar de todo amo a mi país con todo mi corazón. Mejor te leo un poema del apóstol de Cuba, José Martí, ese fue el hombre más grande que tuvo nuestra nación, más grande que Fidel y que el Che Guevara. 

Entre lágrimas, me leyó Los zapaticos de rosa. La poesía le salía por los poros y a mí me llegaba al corazón. Cuando terminó de leer, Rafael habló de nuevo:

—Mira, Carlos, un negocio está loco por abrir cuando el local es tuyo y loco por cerrar cuando tu salario no es digno y te pagan lo mismo hagas lo que hagas.  Mejor para la señora empleada que se terminen pronto los huevos, así podrá volver a casa. De manera que, si vas a comer a un local del Estado, hazlo rápido, puede que estén ya sin insumos. No sabes todavía lo que es Cuba, hermano, acabas de llegar.