Rafael Squirru. El destino de no pertenecerse (primera parte)

Hay notas que uno lee motivado por el prestigio de la pluma del narrador que la suscribe; también  las hay en las que el verdadero interés lo constituye la figura del personaje que es el objeto de lo  narrado. 

A este género pertenece, lector, el texto que sigue a continuación 

El episodio que lo nutre sucedió durante el curso de la primera mitad del año 1985. Más de una década antes, a través de un artista llamado Pérez Celis, que entonces vivía en el barrio de La Boca, se había conectado con mi estudio profesional. 

La persona a la que hago referencia, representaba una de las personalidades más relevantes del  mundo cultural argentino de aquella época. 

Era su nombre Rafael Fernando Squirru, abogado argentino graduado en el año 1948 en la  Universidad de Edimburgo. 

En ese año 1970, después de renunciar al importante puesto que desempeñaba en la OEA como  Director de Cultura del organismo con sede en Washington, había regresado de su larga estadía en  EEUU y se encontraba planificando el lanzamiento de una galería de arte dedicada exclusivamente  a la comercialización de grabados del Renacimiento y la modernidad. 

En esos casi 15 años que separan al día en que nos conocimos, del momento en que sucedió el  episodio que pasaré a referir, nuestra relación amistosa se acrecentó en el plano personal y  cultural, sin sufrir mella en el estrictamente profesional. 

En la segunda mitad de los años 50, con apenas 31 años de edad, había fundado el Museo Nacional de Arte Moderno (1956). 

Durante los primeros cuatro años de su existencia esa institución estatal funcionó de un modo  peculiar, sin sede propia, lo que llevó a la sociedad a designarla como “el museo fantasma”. Sus actividades se desarrollaban en lugares insólitos; podían ser los lugares cubiertos de un buque  amarrado a modo de galería flotante en el puerto de la ciudad o en los locales de algunas galerías  de arte privadas, que tenían interés en que se desarrollara institucionalmente en el país el arte  moderno. 

Inclusive, a fines de los años 60, con la intención de difundir la institución recién creada, a Rafael  se le ocurrió la idea de equipar un gran camión con obras de arte de maestros que cultivaban el  género y recorrer con ellas el país, ofreciendo pequeñas conferencias ilustrativas en su raid  cultural. 

Cuando le preguntaban ocasionalmente distintos interlocutores a su joven director donde se  encontraba ubicado el museo para visitarlo, solía responder con ironía una frase que había  convertido en slogan… “Le Musée c’ est moi” (El museo soy yo!) 

Recién en el año 1960 se habilitó su sede en los pisos octavo y noveno del Teatro Municipal  General San Martín ubicado en la avenida Corrientes al 1500 de la ciudad de Buenos Aires. Considerando que había desarrollado un ciclo importante dentro del Museo, que le permitió  alcanzar identidad propia, ese mismo año se convirtió en director de Relaciones Culturales de la  Cancillería nacional, puesto desde el cual impulsó la consagración internacional de dos grandes  artistas locales; Antonio Berni y Alicia Penalba. 

Su exitosa gestión tanto en su etapa de Director del Museo de Arte Moderno local, como la  eficacia mostrada al frente de la Dirección Cultural de la Cancillería trascendió las fronteras del  país y le abrió las puertas para alcanzar el cargo de Director Cultural de la OEA, que comenzó a  ejercer en el mismo año 1963. 

Ese lugar privilegiado le permitió vincularse con todas las figuras artísticas y culturales de América  Latina, en especial sus pintores y escultores.

Emilio Pettoruti, Fernando Botero, Oswaldo Guayasamin y José Luis Cuevas, entre otros maestros  del arte latinoamericano, encontraron en Rafael apoyo y constante aliento para sus proyectos. Promovió exposiciones y estimuló el arte de otros grandes maestros con que contaba América  Latina. 

Fruto de las experiencias recogidas en esa tarea titánica es su “Arte de América. 25 años de  crítica”, editado por Ediciones Gaglianone en el año 1979, obra que recoge su fructífera labor de  crítica artística en aquellos años. 

Recuerdo también que en su estudio de la calle Arroyo me exhibió la correspondencia epistolar  que había intercambiado durante su gestión con el célebre historiador de arte inglés sir Herbert  Read. 

Pero la actividad de Rafael en Washington, no se limitó estrictamente al campo cultural. Supo tejer también sólidas relaciones con algunos grandes políticos de entonces, y en particular  con los hermanos John Fitzgerald y Robert Kennedy. 

Uno de los recuerdos más preciados que conservo de su amistad, es una fotografía que me  dedicara especialmente, en la que aparece junto a otra alma jesuítica como la suya, el conocido padre Ismael Quiles, compartiendo una reunión en el despacho del presidente norteamericano. La particularidad de esa foto es que fue tomada el día 20 de noviembre del año 1963, es decir,  exactamente 48 horas antes que se produjera el magnicidio de Dallas! 

Cuando retornó a Buenos Aires, además de abrir una galería de grabados llamada Dorival, se  dedicó a la crítica de arte, convirtiéndose durante más de 20 años en el máximo exponente de la  materia en la sección principal del diario La Nación. 

Editó más de 50 libros de arte, dictó conferencias en el país y en el exterior, escribió poesía y  realizó traducciones diversas. 

Su vida fue muy intensa y su papel como promotor cultural, gestor de eventos y crítico de las  bellas artes, durante más de 40 años desde su regreso al país no tuvo pausas, más allá del pequeño intervalo que provocó precisamente el episodio que dio lugar a estas notas. Rafael era un torrente de cultura a la que nada parecía detener.. 

Decidido y emprendedor, se proponía de continuo nuevos objetivos y en pos de ellos se lanzaba  con espíritu juvenil. 

Su lema repetido incansablemente era… “estoy en la lucha y no me entrego!” Sin embargo…un día de mayo del año 1985, flaqueó su voluntad y el espíritu que sólo apuntaba al  horizonte, de súbito se sintió acosado por una sombra… 

No en vano habíamos vivido entre tinieblas durante una eternidad que duró más de siete años, pero extendió sus terribles efectos psicológicos y sociales un tiempo mucho más prolongado que  su final calendario (fines de 1983). 

Así fue que dentro de esa atmósfera, un día de aquel año recibí un extraño llamado de su mujer,  Mary Dodd, en el que me solicitaba que lo visitara con urgencia en su domicilio particular. Sorprendido y extrañado acordé hacerlo de inmediato y dos días después estaba junto a su lecho  de “enfermo”. 

Mientras observaba su semblante y seguía con atención sus movimientos físicos, comprendí que  esa persona no era el Rafael que había conocido, sino que me hallaba frente a un individuo  desconocido… 

Vestido con ropa de cama, la barba crecida y con la voz apenas audible, me transmitió el estado de  angustia que estaba padeciendo y los temores que lo dominaban, que como fantasmas rondaban  sus horas. 

Al retirarme de su piso comencé a pensar que su estado general se correspondía con un malestar  de grave pronóstico cuyo origen no podía precisar yo, confuso pesimismo del que para liberarme, no encontré mejor vehículo que dedicarle una poesía a modo de exorcismo.

Mientras regresaba angustiado a mi hogar, comenzaron a afluir recuerdos de nuestra amistad que  llevaba casi quince años y en particular, el papel rector que desempeñaba en el medio cultural  porteño, donde su presencia era relevante tanto entre los artistas jóvenes que buscaban  orientación en el difícil campo del arte como entre los consagrados que se llegaban hasta el café  donde nos encontrábamos semanalmente, para requerirle una crítica o un proyecto de libro, o un  consejo para resolver una cuestión estética. 

Y así fue como nació el poema de mi autoría que transcribiré a continuación, convertido por  decisión de Rafael en el prólogo de su libro titulado “Ángeles y Monstruos”, Ensayos Breves”  ,editado por Gaglianone en el año 1986, en el que recopiló los artículos sobre arte aparecidos en la  columna principal del matutino “La Nación” de Buenos Aires en la primera parte de la década de  los años 80. 

A RAFAEL en el camino del Mediodía 

 Alguien dirá del día 

 Que es un abstracto sello 

 Donde el tiempo 

 Amargo, 

 Fijó su miseria; 

 Otro, 

 Que el aire matinal

 Tiene aroma de las rosas 

 Del Paraíso: 

 En fin: 

 Habrá quien celebre 

 Con fuegos de artificio 

 Algún título banal 

 Desplegado en el aire 

 Para volver los ojos avergonzados 

 Del mundo sobre nuestra corona 

 Desfalleciente y sonora; 

 Nosotros sabemos Rafael 

 Que cada día fue cruel 

 Como las cenizas amadas 

 Y ahogó nuestra respiración 

 Del índice a la médula; 

 Que buscamos en vano 

 Los pasos que colmaran el hueco 

 De aquella noche interminable 

 Más noche que fantástica 

 Y un día, 

 Hasta tu corazón 

 Recio 

 Como la espiga que alimenta el horizonte 

 Miró de frente los vientos 

 Y quiso apartarse del día 

 Que mudo esperaba parir; 

 Pero un hálito se mantuvo 

 Adherido a la antigua voluntad 

 De hacer del día 

 Un milagro de la creación, 

 Y volviste a encontrarnos 

 A celebrar la vida 

 Con la serena barca 

 Mirando el celeste sideral 

 Donde el signo espera 

 Los ojos atentos del que escruta 

 Y así, hoy… 

 Ya no olvides 

 Que te ha sido dado el destino 

 De no pertenecerte, 

 Y a él 

 No puede renunciarse…!  

 24 y 25 de mayo de 1985 Dos días después de escribirlo se lo entregué a su mujer.

Una semana más tarde recibí un llamado telefónico que me parecía inverosímil y me alegró  sobremanera… 

Era el mismo Rafael quien se encontraba en la línea, pidiéndome que me llegara hasta su casa a  la brevedad. 

Al día siguiente estaba frente a él. 

Esta vez no lo encontré vestido con ropa de cama sino con una elegante bata, y no me recibió en  el dormitorio sino en la sala de visitas. 

Sin preámbulos me dijo con su estilo llano y directo; “Te hice venir para agradecerte el poema; me  ha salvado la vida; leyéndolo comprendí cuánto significaba mi quehacer para mucha gente, a la  que por un momento, en medio de la tiniebla en que caí, había olvidado.” 

Luego agregó que si lo autorizaba, deseaba incluir el poema “A modo de prólogo” en su nuevo  libro en lugar del tradicional prefacio, decisión que muy complacido acepté. Al recuperarse del episodio, en la columna de La Nación que escribía regularmente los días  miércoles, apareció poco después bajo el título “El destino de no pertenecerse” un artículo en el  que reflexionaba sobre el tema en particular y citaba especialmente el colofón del poema. Puedo dar fe que la palabra, en algunas ocasiones, tiene la fuerza necesaria para transformar la  realidad, por más amarga que ella sea!

Más en Opinión