El velo de la apariencia

Qué es amar

El amor sensual (eros en griego, cupiditas o amor en latín) comprende un conjunto de sentimientos de deseo y placer que emergen dentro del ámbito de la sexualidad humana. Es distinto del amor romántico. Aquél es un fenómeno universal que se da en todas las culturas, mientras que éste no es más que una invención occidental del siglo XIX, hoy en decadencia, que ya Flaubert intentó fustigar en Madame Bovary. El eros (a veces sublimado), y no el amor romántico, es el objeto de la poesía lírica anterior y de los grandes tratados que se han escrito a lo largo de la historia: el Cantar de los cantares, el Banquete de Platón, el Ars amandi de Ovidio, El collar de la paloma de Ibn Hazm de Córdoba, el Tractatus de amore de Andreas Capellanus, el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz y otros muchos.

El placer erótico surge del contacto con la otra persona, a través de los sentidos, de todos los sentidos: la vista, el oído, el olfato, el gusto y sobre todo el tacto, contacto en el que se funden las dos almas. Además de la actividad sexual propiamente dicha, el eros comprende la excitación previa y las técnicas de cortejo dirigidas a suscitar atracción. Y provoca en el sujeto una variada gama de sentimientos o estados de ánimo, que dependen de las percepciones, fantasías o representaciones mentales y de la interacción con la persona amada.

El eros no consiste en la satisfacción de una necesidad corporal, como el hambre o la sed, sino en un estado mental más o menos permanente, que puede llegar a ser una experiencia cumbre  (Abraham Maslow), parecida al éxtasis místico o al gozo estético, una sensación de intensidad máxima, difícil de expresar con palabras. En efecto, ya desde la Antigüedad está unido al placer, a la belleza y a la ebriedad. El eros es una pasión del alma, que gobernada por un arte, en sentido antiguo (técnica o pericia, algo que se puede enseñar y aprender por medio de reglas), conduce a una experiencia cumbre. Sócrates, en el Fedro, lo considera una locura  divina inspirada por Afrodita y Eros, superior a las otras tres locuras divinas: la profética inspirada por Apolo, la mística por Dionisos y la poética por las Musas. Y para Ibn Arabî de Murcia, el más grande de los sufíes, “es Dios quien a todo amante se le manifiesta, bajo el velo de su amada, a la cual no adoraría si en ello no se le representase a la divinidad, pues el Creador se nos disfraza, para que le amemos, bajo las apariencias […] de todas las amables doncellas cuyos físicos atractivos los poetas cantaron”. La belleza despierta el eros, que, tras de un amoroso lance, sube tan alto tan alto, que le da a la caza alcance y se torna éxtasis místico.

Desde el momento en que cede al deseo, el sujeto entra de noche y a oscuras en un territorio inexplorado, emprende un viaje de descubrimiento por el que avanza pertrechado con ciertas técnicas, insuficientes para orientarse en un juego sin reglas que a cada paso le sorprende y desconcierta con sensaciones desconocidas. Guiado por el deseo y el placer, se mueve a tientas, sin saber adónde va, cartografiando con cuidado la geografía corporal y espiritual de la persona amada en un intercambio de delicadeza, ternura y sensibilidad. A pesar de que cada caso y cada momento son únicos e irrepetibles, muchos escritores han sucumbido a la tentación de dar consejos para orientar al neófito que se sumerge en este mar proceloso.

Si el amor romántico es una ilusión, que algún día será vapor, el eros es real y se hace más y más sólido con el paso del tiempo hasta engañar al amante, que siente cómo al final será polvo, más polvo enamorado