Cápsulas viajeras

Un país que resurgió

Carlos Muñoz González
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Una gran pantalla de televisión con anuncios publicitarios y carteles me iluminó a la llegada de la estación de buses, que se encontraba en lo que parecía ser la parte vieja de la ciudad de Kigali, “Capital de Ruanda”. La estación era típicamente africana: un área abierta con calles de tierra donde se agrupaban cientos de furgonetas y donde también se ubicaban los mercadillos de frutas y verduras en el pavimento. En las colinas, más arriba, se veían dispersas las viviendas con sus techos de chapa.

Comí algo, localicé un taxi y me dirigí al centro, a la parte más moderna, donde llegué con la intención de visitar el museo del genocidio de Ruanda.

Como lo hice temprano, sobre el mediodía, busqué alojamiento y me acomodé en un sencillo hotel de la zona. Dormí una siesta y salí por la tarde para conocer de primera mano qué fue lo que dividió a este pueblo

Fue a la entrada del museo, que Kofi, una chica ruandesa de cabello rapado y cejas pintadas, se me acercó para entablar conversación mientras hacía la visita. Llevaba puestas unas gafas de sol graduadas, a través de las cuales expresaba una mirada liberada.

Lo primero que me marcó nada más entrar al museo, fue ver en los cuadros las fotos de hombres, mujeres y niños decapitados, degollados a machetazos, con sus cuerpos contados por miles tirados en las cunetas. El horror asomaba ante mis ojos y era difícil creer que el ser humano pudiera llegar a semejantes extremos. Fue entonces cuando vi más adelante una inscripción conmovedora de una joven adolescente que decía lo siguiente: "A veces me pongo terriblemente triste porque no puedo imaginar cómo será mi vida. Nunca más veré a mis padres, pero sí veré a la gente que los mató y a los hijos de esa gente por el resto de mi vida. Ni siquiera puedo soportar esa idea".

Poco a poco fui viendo fotografías y documentos por toda la sala, de manera que todo tomó más relevancia. Era doloroso ver aquellas fotos y sentir que tanto Ruanda como Uganda habían vivido un genocidio, dos países escondidos entre montañas de atípica belleza y desbordante naturaleza en los que había visto a mi alrededor pacíficas gentes. ¿Cómo pudo pasar algo así? No podía creerlo.

Entre tanto, Kofi se detuvo y se acercó para decirme unas palabras:

—Los hutus y los tutsis nunca pertenecimos a etnias distintas; de hecho, hablábamos la misma lengua. Agricultores y ganaderos durante siglos convivimos en armonía, compartiendo las mismas instituciones políticas, en una relación simbiótica de la que dependía el bienestar de todos.

—¿Qué fue entonces lo que sucedió? Le pregunté:

—Fueron los misioneros y colonizadores europeos quienes nos dividieron y nos enfrentaron. "Divide y vencerás", era su lema.

—¿Cómo fue eso? –le dije de nuevo.

—Estableciendo un sistema social racista para lo cual determinaron que la raza tutsi era superior a los hutus. Con ese falso halago lograron convertir a una parte de nosotros al catolicismo, mientras la otra parte de nuestro pueblo, los hutus, relegados al papel de primitivos campesinos, también creyeron la mentira y comenzaron a ver a los tutsis como diferentes y enemigos. La semilla del odio estaba sembrada.

Era imposible evitar sentir que esa sangre derramada también caía sobre mí, o, mejor dicho, sobre la ignorancia humana. Entonces pensé que, si bien honrar la memoria en un museo no repara los hechos, sí hace evidente la barbarie para recordar de qué somos capaces y así evitar caer en la misma violencia.

En ese momento, Kofi habló de nuevo:

—No solo eso. De 1933 a 1934, la administración belga nos censó para otorgarnos documentos de identidad en los que se indicaba si la persona era hutu (85%), tutsi (14%) o twa (1%). Con ese formalismo, se terminó de legalizar la ruptura.

—¿Y cómo distinguir un tutsi de un hutu si hablaban la misma lengua y tenían los mismos rasgos? 

—El gran criterio utilizado fue el número de vacas que poseía cada uno: los tutsis tenían diez vacas o más, mientras que los hutus contaban con menos de diez vacas. Los tutsis eran ganaderos, dominantes con cargos políticos, y los hutus eran jornaleros, agricultores, subordinados y criados. Así, marcados por la oscura ambición de los europeos, se generó una tradición ajena que tutsis y hutus desgraciadamente hicieron propia.

Kofi, en un último esfuerzo, terminó su visión de lo sucedido.

—Los mesiánicos occidentales miraron para otro lado, o peor aún, avivaron la llama. Bélgica nos marcó y nos dividió; Francia nos vendió armamento para matarnos entre nosotros; Estados Unidos y la ONU jugaron al sordo y al ciego mientras luchábamos entre hermanos, matándonos de las formas más horrorosas. 800.000 hermanos murieron y nosotros, siendo niños, vivimos el horror. Afortunadamente, todo terminó y pudimos darnos cuenta de que ir contra nuestras raíces, no llevaba a ninguna parte. Esta estúpida guerra entre hermanos sólo servía a los de afuera. Expulsamos al verdadero invasor y nos ayudamos unos a otros. Nos duele que nos hagan la estúpida pregunta de: "¿Tu familia es tutsi o hutu?" Vivimos orgullosos de ser solamente ruandeses y estamos construyendo un país moderno y soberano. Ya hemos recuperado la sonrisa, el canto y el baile, y nuestra bandera no tiene rojo porque queremos olvidar la sangre derramada.

Concluida la visita, me fui a dar una vuelta por el centro de la ciudad. En la tarde, los caminos de tierra desaparecieron para dar paso a anchas avenidas ajardinadas. No había visto una ciudad sin tráfico, tan calmada, limpia y ordenada en mi viaje por África hasta entonces.

—Sí, el césped estaba podado, todo alrededor bien cuidado, el carril para los peatones. Ni siquiera veía un papel, una botella de plástico o una colilla en el suelo.

Era difícil pensar que el genocidio había sucedido apenas unas décadas atrás. La ciudad era tranquila, limpia y ordenada, y podíamos ver a jóvenes estudiantes vestidos al estilo europeo, ejecutivos y empresarios, todos trajeados con el maletín en la mano, hablando por sus móviles de camino a la oficina. Alguien se acercó a mí para venderme algo y enseguida la policía lo detuvo para verificar si estaba mendigando, ya que eso estaba prohibido. En aquellos nuevos edificios vivían unos pocos ricos privilegiados y, a pesar de ser una ciudad pulcra y ordenada, reinaba el autoritarismo. La vigilancia era estricta y había presencia militar en las calles, lo cual también contrastaba con la calma.

Antes de que cayera la noche, regresé al hotel y, ya en mi habitación, las imágenes del museo volvieron a mi mente. Todo lo vivido en Ruanda me hizo ver Kigali con otros ojos. Sus gentes afables se abrían sin mostrar el peso de la desgracia. Olvidé lo ocurrido y vi que la ciudad se estaba reconstruyendo, de manera que Ruanda podía levantarse y crecer unificada como un solo pueblo.