Nadando entre medusas

Oscar Wilde: la solemnidad de lo cotidiano

José Escuder
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“Amarse a uno mismo es el comienzo de una aventura que dura toda la vida. Por eso, si me quedara solo en una isla desierta, le aseguro que me vestiría todas las noches para cenar”, dijo en cierta ocasión Oscar Wilde. Y luego añadió: "Si cada momento de nuestra vida es irrepetible, ¿por qué no aprovechar cualquier oportunidad para hacerlo inolvidable?”.

Acusado de superficial, para él la naturalidad era poder hacer de lo simple algo extraordinario. Convencido de que la mayoría de gente, en vez de dedicarse a vivir, se dedica sólo a existir, repetía: “Huyan del tedio, porque no hay suicidio más lento que el del aburrimiento. Y hagan lo que hagan, nunca den explicaciones. Entre otras cosas porque sus verdaderos amigos no las necesitan, y sus verdaderos enemigos no se las van a creer ”. 

En su época de estudiante en Oxford fue lo suficientemente rebelde como para que le retiraran la beca de forma temporal, lo suficientemente sensible como para le concedieran el premio más codiciado de poesía, y lo suficientemente brillante como para terminar la carrera con el mejor expediente académico. En aquella época, su única decepción fue amorosa, pues su novia, Florence, le abandonó para irse con otro. Pero no le humilló marchándose con cualquiera. Abandonó a Oscar Wilde, el futuro autor de El retrato de Dorian Gray, para casarse con Bram Stoker, el futuro autor de Drácula.

Educado en el luteranismo, Wilde estaba acostumbrado a la sobriedad de sus iglesias. Pero como buen esteta, se sentía conmovido por el ornato, la pompa y la antievangélica ostentación del catolicismo. Al ser informado de ello, un pastor protestante le preguntó: “¿No te da miedo pasarte toda la eternidad quemándote en las llamas del infierno?”. Y el esteta le respondió: “Lo que de verdad me aterroriza es pasarme toda la eternidad viviendo en un cielo sin espejos”.

Consciente de que los libros que el mundo califica de inmorales son los que enfrentan al mundo a sus propias vergüenzas, Oscar Wilde se dedicó a escribir obras de teatro sin vergüenza alguna, aun sabiendo que la moral victoriana de finales del siglo XIX iba a mirar a todos sus personajes con lupa. Naturalmente, fue criticado por la censura y censurado por la crítica, consciente de que a veces no hay diferencias notables entre una y otra. Y como sus críticos tampoco conocían la diferencia entre ser indolente, diletante y displicente, él se empeñaba en ser descaradamente impertinente: “Es cierto que mantengo largas conversaciones conmigo mismo. El problema es que soy tan inteligente, que a veces no entiendo ni una palabra de lo que digo”. Y convencido de que lo peor en este mundo no es que la gente hable mal de ti, sino que no hable en absoluto, cuando le acusaban de excéntrico, se defendía: “No me acusen de excéntrico, pues no hay nadie más centrado que yo en mi legendaria extravagancia”. 

Intentando reprocharle su obsesión por el lujo en su forma de vestir, un día le preguntaron: “¿Hay algún lujo que usted no se pueda permitir?”. Y él, oliendo el clavel que lucía en la solapa, respondió: “El único lujo que no puedo permitirme es la ordinariez”. En otra ocasión, cuando en una cena le acusaron de ser demasiado frívolo, él, cogiendo la guinda de un pastel con la misma delicadeza que se coge una perla, antes de acariciarla con los labios sonrió: “La frivolidad es el más seductor de los perfumes. Pero sólo lo pueden usar quienes buscan la excelencia en cada gesto”. Y cuando le recordaban su incapacidad para pasar desapercibido, suspiraba: “El día que la belleza pase desapercibida ante mí, ese día pasaré yo desapercibido ante la sociedad”.    

Como reacción a la fealdad del puritanismo que le rodeaba, Wilde defendía la belleza por encima de la moral, pues consideraba la primera más fiable a la hora de poner en práctica las virtudes. Y lo razonaba así: “La elegancia, al igual que la caridad, empieza por uno mismo. Y como todo el que ha sido bendecido con el don de la sensibilidad estética tiene una responsabilidad ante sus semejantes, salir a la calle bien vestido, bien peinado y con una sonrisa capaz de devolverles la esperanza, eso también es una forma de caridad”. 

Mientras que los grafiteros llaman arte urbano a manchar con incendiarios esprays todas las fachadas de una ciudad, el arte urbano de Wilde consistía en embellecer las calles con pequeños detalles, como el color de sus pañuelos, el brillo de sus zapatos, o simplemente con su forma de mover el bastón y saludar con el sombrero. En definitiva: esas sencillas aportaciones que, a pesar de su nimiedad, contribuyen a que nos olvidemos poco a poco de nuestro pasado simiesco. 

“Vestir de cualquier manera es la mejor manera de despreciar la belleza de este mundo”, decía. Por eso, quien sale a la calle sucio, harapiento y andrajoso, no puede ir luego presumiendo de ecologista, pues pasarse un ratito delante del espejo antes de salir de casa, es una de las maneras más sinceras de cuidar el medio ambiente. Un medio que cada día se ve más contaminado por culpa de todos ésos que van en el metro con los pies encima del asiento y escuchando música sin los debidos auriculares, de todas ésas que por ir sin depilar más que ésas parecen osos, y de los otros que aseguran proteger el medio ambiente, pero cuando llega el fin de semana no saben hablar sin gritar, comer sin ensuciar, conducir sin derrapar y beber sin vomitar. Y en cuanto a los defensores del planeta que tienen la solidaria costumbre de repartir sus olores corporales cuando viajan en tren o autobús, a éstos, además de rociarles con un desodorante del tamaño de un extintor, habría que obligarles a pagar una ecotasa especial que oscilara entre cinco mil y diez mil euros anuales, dependiendo de la intensidad de su porcino hedor. Un hedor que se remasteriza cuando llega el verano, motivo por el que el precio de la sanción debería aumentar, al ser temporada alta.

Mezcla perfecta de dandi británico y "bon vivant" francés, Wilde decía que un niño se convierte de verdad en adulto cuando aprende a hacerse el nudo de la corbata. Y no sólo escogía cuidadosamente el color de éstas: también seleccionaba el color y la textura de cada una de sus palabras. Era su distinguida manera de conservar limpia la atmósfera y de hacer una sociedad más digna. Por encima del corte de sus trajes y el estampado de sus chalecos, la ternura con que trataba el idioma era su inconfundible carta de presentación, su verdadera seña de identidad. Oscar Wilde nos enseñó que en una sociedad como la nuestra no hay nada más caritativo que la belleza, nada más solidario que la elegancia... 

Y nada más contaminante que la vulgaridad.