Con todo respeto

La mujer, un objeto más en las tribus del Valle del Olmo (Etiopía)

Gloria Nistal
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La semana pasada volví de un viaje a Etiopía. Mi primera intención había sido viajar a Lalibela, lugar Patrimonio de la humanidad por la UNESCO desde 1978 gracias a sus maravillosas iglesias rupestres, esas obras de las que se dice que fueron excavadas por hombres ayudados por ángeles.   

En efecto, según la leyenda, el rey Lalibela de la dinastía Zagüe (1137-1270), también considerado santo en la Iglesia ortodoxa Tewahedo de Etiopía, recibió el encargo de construir iglesias horadando las rocas hacia lo profundo de la tierra. Además de los trabajadores que excavaban por el día, Dios le envió la ayuda de sus ángeles que excavaban por la noche. De ese modo surgieron esas joyas, piezas monolíticas únicas en el mundo.

Sin embargo yo no pude visitar Lalibela aunque lo intenté en repetidas ocasiones y con distintas agencias y guías locales. Todos rechazaban mi oferta. Es muy peligroso, insistían, podemos llevarla a Aksum, que es la primera ciudad santa del país, pero la región de Amhara, donde se encuentra Lalibela, está en guerra.

Tuve que conformarme con visitar la también bella Iglesia de Adadi Marian, otra iglesia excavada en la roca y comisionada por el mismo rey Lalibela en el siglo XII, pero que quedó inacabada cuando el rey tuvo que volver a su ciudad natal, Roha, llamada después Lalibela, en honor al rey que tanto la había honrado y engrandecido. 

En Etiopía, además, tuve la fortuna de visitar otros lugares patrimonio de la humanidad como Tiya, un importante complejo funerario que los arqueólogos sitúan entre los siglos X y XV antes de Cristo, formado por una serie de estelas grabadas con espadas y otros símbolos, algunos de ellos todavía no descifrados. Y pude disfrutar de una increíble ceremonia, igualmente reconocida por la UNESCO en este caso como patrimonio inmaterial de la humanidad, el Timkat, la epifanía, el momento en que los etíopes celebran el bautismo de Jesús por san Juan Bautista en el río Jordán. Las ciudades se visten de un color difícil de igualar, las calles y las plazas se adornan con banderolas e imágenes de Cristo y escenas de la biblia; y centenares de cofradías y coros desfilan y bailan sin fin al ritmo de tambores y de cánticos que regalan una alegría contagiosa y llena de fervor.             

Pero el objeto fundamental de mi viaje a Etiopía había cambiado y decidí por ello dedicar el grueso de mi visita a adentrarme en las remotas tribus indígenas del valle del Omo. Son un grupo de tribus con una población no superior a 200.000 personas repartidas entre Mursi, Hamer, Nyangatom, Karo, Daasanach, Konso, Dorze y otros.     

En algunas de estas tribus sus habitantes no han usado jamás un ordenador, ni un móvil, ni internet, ni desde luego chat GPT, tampoco tienen agua corriente ni electricidad. Algunas de estas tribus son nómadas o seminómadas.

No es este el lugar ni el espacio para un detallado relato de viajes, que sin duda haré en otro momento, pero sí quisiera dedicarlo a unas concretas reflexiones. 

Este viaje me ha servido entre otras muchas cosas para establecer comparaciones, para ver las enormes diferencias que tenemos entre los habitantes de esta minúscula tierra, si la comparamos con el ilimitado universo en el que nos encontramos. 

Cada una de estas tribus es muy diferente. Ellas remarcan y son conscientes de sus diferencias y se consideran totalmente originales. Hay algunos puntos en común entre ellos. La mayoría de los habitantes de estas tribus son agricultores y pastores. También hay algunas tribus asentadas en la orilla del río Omo que practican la pesca. Cultivan fundamentalmente maíz y sorgo y también algunos cultivan la falsa banana (ensete ventricosum), un árbol con apariencia de banano que alcanza unos seis metros, aunque puede llegar a los doce,  y del que aprovechan todo, incluso de sus hojas extraen la materia para hacer un pan llamado Kocho. Se calcula que el Kocho es el sustento de más de veinte millones de personas en Etiopía, no sólo de algunas de estas tribus aisladas. Tienen rebaños de cabras y ñús y algunos pescan en el río Omo, su principal fuente de vida.  

La gran mayoría de estas tribus son animistas, aunque algunos de sus miembros llevan unas grandes cruces en el cuello, su sociedad es polígama, hombres y mujeres van muy decorados con bisuterías que fabrican las mujeres y se tatúan y se pintan gran parte del cuerpo. Llevan el torso desnudo tanto hombres como mujeres, practican la circuncisión de hombres y mujeres, es decir la ablación femenina.

Y aquí llego al punto que quería subrayar en este breve artículo. La situación de la mujer en estas tribus es más que deplorable. Ellas no tienen ninguna posibilidad de modificar sus destinos. Es cierto que la tradición milenaria es la que mueve los destinos de todos los habitantes de la tribu, hombres y mujeres, que difícilmente podrán escapar del futuro marcado desde el inamovible pasado más remoto, pero las mujeres son quienes llevan la peor parte en esa tradición. 

Ellas son compradas por unas cabras a muy corta edad, prácticamente en el momento en que son fértiles. Y entran a formar parte de una familia en la que hay otras dos, tres o cuatro esposas más con las que tendrán que convivir y compartir marido. En algunos casos las últimas esposas tendrán edad para ser hijas o nietas de la primera esposa. Y tendrán la función de dar hijos cuando las mayores no puedan. 

Un día tuve la oportunidad de presenciar dos increíbles escenas, que paso a comentar. 

En una de las tribus hamer fuimos invitados a visitar a una familia que nos brindó la posibilidad de entrar en su cabaña y conocer a los jóvenes. Uno de ellos, de diecinueve años, un joven alto y atractivo llevaba el brazo derecho, desde el hombro hasta cerca del codo lleno de escarificaciones abultadas, pequeños bultos que le enorgullecían. Nos contó que era ya a su edad un reputado miembro de la comunidad y que podía participar en las decisiones de los mayores, precisamente gracias a esas escarificaciones que bordaban su brazo derecho. Preguntado por la causa de su hazaña nos contó que el honor grabado en su piel se debía a que había matado a un enemigo de otra tribu. Me quedé confundida y muy afectada. La sociedad en la que vivía aupaba y se enorgullecía de lo que para mí era abominable. ¿héroe… asesino?  

La otra escena fue en otra tribu también hamer, asistimos a una ceremonia de iniciación de un joven que debía de caminar saltando por encima de varios ñús puestos en paralelo durante seis veces seguidas. Después de lograr su hazaña podría elegir a la esposa que desease dentro de las mujeres de la tribu. Por supuesto ellas no tendrían ninguna opción de rechazo. Si él tenía éxito, el trofeo sería la mujer. Pero la escena que quiero comentar va más allá de esa ignominia de ser elegidas sin posibilidad de réplica. En el poblado la familia del candidato se colocaba en un lado y las familias de las mujeres susceptibles de ser elegidas, en el lado opuesto. Las mujeres de la familia del candidato durante toda la tarde ofrecían sus espaldas para que fueran cosidas a latigazos con finas varas que provocaban heridas sangrantes, e imagino que tremendamente dolorosas. La tradición imponía esos latigazos a las mujeres de la familia del iniciante porque implicaba que cuantos más latigazos recibieran ellas y más sangre les saliera, más éxito tendría él en la hazaña de saltar los animales.  

El colorido, la música de cascabeles y cornetas, las danzas, la indudable alegría de la fiesta, el alcohol de la bebida llamada tella, el bellísimo rojo atardecer que daba paso a la luna llena, todo ese conjunto era indudablemente hermoso, extraordinario, uno de los acontecimientos más bellos que he tenido la fortuna de presenciar. Allí estaba yo disparando centenares de fotos del evento, allí estaba yo haciendo videos de las mujeres ofreciendo las varas para ser fustigadas. El hombre tuvo éxito. Mi cabeza no paraba de dar vueltas, creo que no sólo por la tella que me ofrecieron y no pude rechazar dado que era el mayor signo de su hospitalidad. Mi cabeza daba vueltas porque no podía entender la crueldad, la sumisión, el lamentable estado de ninguneamiento, de cosificación en el que se encuentran muchísimas mujeres en África.