Tejidos

Memoria y olvido

De memoria y olvido somos hechos los mortales. La memoria es reconocimiento y tiende a reconciliarse con los orígenes. El olvido es pérdida, pero en esa pérdida habita la nostalgia, que brota de un tiempo roto, por eso es, a la vez, dulce y amarga. Los antiguos griegos identificaban el olvido con lo que queda fuera de la palabra, cuya supervivencia radical es un triunfo de la memoria sobre el olvido (“La poesía recuerda lo que los pueblos, las naciones y los dioses no recuerdan, aunque circunde su existencia”, escribe Maurice Blanchot en L’Entretien infini). Siguiendo el mito de Mnemosyné, la madre de las Musas, el poeta canta desde la memoria y su palabra, invocación de un pasar, fija un proceso de retorno implacable a la vida que perdimos o no fuimos capaces de alcanzar. De esta relación dialéctica entre la memoria y el olvido vive la palabra, cuyo impulso originario se proyecta hacia lo desconocido para recuperar el sentido que se nos hurta y que ella misma trata de expresar. La memoria brilla por su olvido, del cual nace y se nutre, y su naturaleza, fragmentaria y selectiva, urde en el instante de la escritura el flujo de su duración. En vez de seguir un orden establecido, que sólo ofrece apariencia espectacular, la memoria, al ser el lugar originario del pensamiento y la palabra, nunca está quieta y alude a un conjunto más amplio, abierto y no limitado. Desde los tiempos modernos, marcados por la incertidumbre y la falta de identidad (“los modernos no tenemos absolutamente nada propio”, señaló Nietzsche), la memoria ha dejado de ser un depósito de contenidos, pertenecientes a la totalidad de un sistema, para convertirse en un nuevo florecimiento del lenguaje, experiencia constitutiva de la expresión poética. Si la capacidad de recordar se debilita con el paso de los años, los recuerdos permanecen y nunca se olvidan (pues hay siempre “un eco de pisadas en el recuerdo”, según dice T.S.Eliot), de modo que la palabra está ahí para luchar contra el olvido, forma misma de la muerte, para sobrevolarse a sí misma y regresar a su origen. Buena prueba de ello serían las Coplas de Jorge Manrique, que discurren entre la memoria de lo vivido (“Recuerde el alma dormida”) y la aceptación de la muerte (“E consiento en mi morir”), en donde la fama ganada por el caballero en esta vida es la que le da la vida eterna tras la muerte. En su discurrir por el ancho campo de la memoria, el olvido está presente en lo que recordamos (“cierto estoy de que recuerdo el olvido, aunque el olvido borre todo lo que recordamos”, afirma san Agustín en las Confesiones), de suerte que esta retención del olvido en la memoria, presente en el breve texto liminar de Luis Cernuda a su obra Donde habite el olvido (1933), “Las siguientes páginas son el recuerdo de un olvido”, y que se prolonga en sus libros finales, no hace más que recordar que la memoria está llena de olvido y que sin éste aquella no podría manifestarse, pues la memoria es la raíz de cuanto puede ser cantado.

    Si la palabra poética es la huella del olvido de la memoria, todo en ella debe desaparecer en ese punto de ausencia o “grado cero de la escritura”, allí donde las palabras se destruyen para hacerse memorables. El canto es memoria de un fondo sumergido (“La creación poética es un gran descenso a los fondos oscuros de la memoria, que nos llevan a los fondos oscuros de la creación y a los orígenes de la materia. La palabra poética es la que baja hacia el interior de sí misma”, ha manifestado José Ángel Valente). Lo que hace la memoria es restituir la inocencia primera del lenguaje, que acoge todas las significaciones posibles. La palabra que surge como recuerdo del olvido tiene lugar en un estado de espera, de absoluta disponibilidad, donde todo se borra y se hace apertura (“Entre esa penetración y esa alabanza, entre la luz y el canto, surge una expresión engendrada por una finalidad desconocida, que unas veces asciende con la plenitud del dios y otras desciende, en sus permanentes y acompasados pasos por las moradas subterráneas”, ha escrito Lezama Lima en su ensayo Introducción a los vasos órficos). La memoria no deja de seguir hablando en el círculo movedizo de la espera, lugar de la relación y de la infinita posibilidad, en el espacio propio y autónomo de un olvido, donde se recupera un pasado que ha sido desprovisto de sentido a lo largo del tiempo desde los centros hegemónicos de pensamiento. Y lo que hace esa recuperación es sustraerse a lo canónico, y conjurar el olvido, capaz de exorcizar los riesgos de la desmemoria. Frente a una sociedad desmemoriada e insolidaria, lo que pretende la palabra poética, en el punto extremo de la espera, es expresar el recuerdo de un olvido, que permanece lentamente y todavía estremece, la ausencia que deja un espacio a la posibilidad de acabar de decir. Gracias a que la memoria y el olvido permanecen juntos, el lenguaje puede decirlo todo, como si fuesen dos cuerpos vivos, pero de límites indecisos, a través de los cuales aún pasa un poco de luz. El olvido se convierte así en fuente de toda espera, que mantiene la atención a lo inesperado, a la inminencia de un pensamiento, que va del recuerdo al olvido. En su movimiento hacia el olvido, la memoria busca expresar el don latente de lo que se oculta, devolvernos el secreto de una presencia perdida que puede aparecer en cualquier momento. El aliento que el olvido recibe de la memoria atraviesa toda la historia y pone al descubierto lo que aún no ha sido dicho. En lo inexpresado de cada palabra, el olvido se abre a la memoria, no para descubrirse, sino para permanecer oculto en ella.