Proserpina

Más que un cuento

Marisol Esteban
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El frío intenso de la Castilla profunda se te hincaba hasta los huesos como si la ropa fuera un simple alfiletero. Pero esa tarde, ya de anochecida, solo los más viejos permanecían en sus casas junto a los fogones. Fuera, la densa niebla que se adentraba en las calles iba envolviendo al resto de los vecinos como ingredientes de una gran olla en ebullición. Era la noche de Reyes emanando el aroma de los sueños.

Quienes se apostaron a la entrada del pueblo vieron aparecer a lo lejos las primeras antorchas, llamaradas tintineantes flanqueando el paso de personajes imposibles que la cercanía iría desvelando. Moisés y sus tablas, Judith sosteniendo la cabeza de Holofernes sobre una bandeja, Juan el Bautista con su concha, David estirando la piedra en su honda, la bella y valiente Esther. Después dos ángeles precediendo al burro que, tirado por San José, portaba a la virgen María cubierta por un manto con Jesusito pegado a su regazo. A su paso todos guardaban silencio en señal de respeto, conscientes del cansancio de aquellos padres en busca de cobijo y, quizá también, pretendiendo evitar que el niño se despertara. Solo cuando llegaron a la plaza y ocuparon su lugar bajo aquel portal llamado Belén, irrumpió la algarabía de montones de pastores  calentitos bajo sus pellizcas que acompañados por panderetas y sonajas, fueron depositando sus ofrendas a los pies de aquel Nacimiento viviente. Paradójicamente, el único de barro, era el niño. Pero eso no importaba, pues los más pequeños sabían que hasta donde habían visto, no eran más que vecinos del pueblo disfrazados. Toda la expectación la guardaban para los Reyes Magos, los únicos reales y cuando aparecieron a lomos de tres fastuosos caballos acompañados por sus  pajes, los gritos de júbilo rompieron el frío. 

Cada quien asumía y disfrutaba su papel, tanto dentro como fuera de la cabalgata. Pero ese cinco de Enero había entre ellos un impostor y no era porque llevara el rostro teñido de negro con un corcho quemado. Fernando Aguado, oculto tras la máscara del rey Baltasar, no conocía el sentimiento de la Navidad. Se había visto obligado a sustituir a su gran amigo Joaquín, postrado en la cama desde hacía unos días a la espera de su partida de esta vida, a causa de una letal meningitis bacteriana. No había podido negarse a su última voluntad aborreciendo como aborrecía aquellas absurdas e hipócritas fiestas. Y no porque hubiera perdido a un ser querido que echaría en falta esos días; simplemente, porque en su casa nunca había habido hueco para el amor y la ilusión.

Los padres los jalearon al paso mientras sus hijos, fascinados ante tal visión, enmudecían abriendo sus ojos como platos. Fernando Aguado sintió vergüenza ante el engaño, pero poco después, ya sentado en su trono bajo la marquesina del ayuntamiento junto a los otros dos Magos de Oriente, la ilusión de aquellas criaturas le fue transformando. Era el tacto de sus manitas, sus besos verdaderos en la mejilla, sus vocecitas, sus peticiones…Eran las estrellas instaladas en sus ojos. De modo que cuando quiso darse cuenta, ya se había metido de lleno en el Rey portador de la Mirra: era el Mago Baltasar reteniendo en su memoria la inocencia de todos sus deseos.

A las ocho y media de la noche, Fernando Aguado salió de la ensoñación tan pronto comenzó a despojarse del disfraz. La Parca, apostada junto a la cama de su gran amigo, a él le mantenía constantemente aletargado y cuando empezó a quitarse guantes y turbante, sus dos compañeros ya habían abandonado la estancia.

—¡Hola! —escuchó de pronto a sus espaldas. 

Antes de que la rigidez ascendiendo y apoderándose de sus vértebras le dejara paralizado por la sorpresa, se giró hacia la voz infantil.

Porque sí. ¡Era un niño! Un niño de unos siete años flaco y sin abrigo, con un jerseicillo de lana deshilachada en cuello y muñecas.

—Hola…—le respondió atragantado por la saliva —Lamento tu gran decepción. Me has descubierto…

—¿Decepción? —sonrió —Sé que no eres el auténtico Baltasar. Se notaba a leguas que llevabas la cara teñida. Pero eres su Emisario y con eso me basta.

Fernando Agudo se tragó las palabras a punto de saltar en cascada y asintió con la cabeza.

—He tenido que desollar las dos liebres que ha cazado mi padre para la cena y comida de mañana. Mi madre tiene los dedos llenos de sabañones…Por eso no he podido llegar a tiempo. Todos los años me pasa algo parecido, y como vivo en un lugar tan apartado…¿Conoces el viejo molino junto al río? Pues ahí, junto a él. Yo creo que a los Reyes se les acaban los juguetes antes de llegar. Por eso quiero explicarte dónde está mi casa, para que se lo cuentes a Ellos y vayan directamente. Ojalá puedan traerme este año un camión de bomberos. Solo quiero eso; pero que tenga una escalera bien larga.

—¿Nunca te han traído nada?

—Bueno, sí, ¡claro! Castañas y una chocolatina.

Y en ese preciso momento, fue cuando Fernando Aguado se convirtió en el auténtico Mago de Oriente. Lo tuvo claro.

—Has hecho bien en venir y te prometo que esta vez les haré llegar tu deseo. Puedes marcharte ya. Pero ¿no tienes frío? —se preocupó.

—¡Qué va! Mira como voy de forrado —se levantó el jersey mostrando su pequeño torso cubierto con papeles de periódico —Y mira, te doy a dar una hoja porque el que está temblando eres tú.

—De todos modos, espérame, que te acerco en mi caballo. 

—¿Y tú que les has pedido? —le preguntó mientras se desprendía de la capa.

—¿Yo? Yo nada.

—Pero eso no tiene sentido…¡Todos deseamos algo!

Fernando Aguado, de espaldas, habló con voz queda pero el niño le escuchó.

—¿Un milagro?…¡Pues pídeselo! Serás bien tonto si no lo haces. Nadie lo va a tener más fácil que tú, siendo un Emisario Real. Y no olvides poner tu zapato, que en casa del herrero cuchillo de palo.

El joven de diecinueve años, desprendido ya de las soberanas vestiduras, se llevó las manos a los ojos. Durante un buen rato. 

—¿Y tú cómo te llamas?—se giró de pronto.

El niño ya no estaba. No lo había esperado. 

Y al ir a meter en su saco el blusón, bombachos, capa y demás atrezos, vio la hoja de periódico que había llevado en el pecho aquel mocoso de pantalón corto. Sonrió, y por una extraña razón que se llama ternura, decidió doblarla y guardarla en el bolsillo de su chambergo. 

Lo primero que hizo el escéptico Fernando Aguado fue ir a su casa a coger dinero y después de limpiarse bien la cara, volvió a salir. En esa ocasión hacia la juguetería. Afortunadamente esa noche aún estaba abierta y pudo comprar un formidable camión de bomberos. Pero aún tendría que esperar unas cuantas horas, hasta que todos durmieran para poder dejarlo sin ser visto. Había pedido que lo envolvieran en el papel más llamativo y lo habían atado con un gran lazo azul. Imaginar la expresión de aquel crío al descubrirlo, le generó un placer infinito.

Joaquín ardía de fiebre y simplemente apretó la mano de su amigo tras su reporte sobre la cabalgata. Fernando se resistía a la idea de perderle y regresando a su casa a solas con la oscuridad de la noche, no pudo retener su grito

—¡Sálvale! 

Llevaba entre los brazos el voluminoso paquete para el niño y no fue hasta dejarlo encima de su cama cuando metió las manos mecánicamente en el bolsillo de su chambergo. Entonces tocó la hoja, la sacó, desplegó, y tuvo que apretar dos veces los párpados para verificar como cierto lo que estaba leyendo. La noticia hablaba del gran descubrimiento del siglo, un medicamento llamado penicilina capaz de curar las infecciones provocadas por bacterias. ¿Sería realmente cierto? Y sin pensarlo salió hacia el domicilio de Don Llopis, el médico del pueblo que pasaría a la historia por su disponibilidad a cualquier hora.

Don Llopis conocía la existencia de aquel medicamento que tardaría al menos un año en comercializarse,  pero también, que un médico gallego, Fernández Obanza, ya la estaba inyectando.

—Y yo no te he dicho nada —susurró al oído del joven —Pero conozco a un estraperlista en Valladolid que podría tenerlo.

A las doce y media de la noche Fernando Aguado montó en su caballo portando en su regazo el camión de bomberos para llevárselo al niño. Los últimos pasos los hizo a pie para no hacer ningún ruido y al verificar que ya no había ninguna luz en la casa, lo depositó junto a su puerta.  

Horas después, aún de noche cerrada, se estaba dirigiendo hacia Valladolid en el taxi de Pedrín con todos sus ahorros en los bolsillos.

El ocho de enero de 1945, la penicilina dio la primera patada a La Parca apostada en la cama junto a Joaquín. La fiebre estaba remitiendo, e invadido por la felicidad, Fernando Aguado decidió acercarse hasta la casa del niño. Deseaba verle tan feliz con su camión, como él lo estaba con la recuperación de su amigo. A cara lavada, no le reconocería.

Montó en su caballo, realizó el mismo recorrido y al llegar a su destino no entendió nada. Allí, junto al viejo molino, estaba su paquete sin abrir en medio de la desolación de una casucha calcinada.

—Fue una tragedia —escuchó decir a un paisano que pasó montado en su burro.

Entonces recordó que hacía algo más de un año  sus padres le hablaron de un horrible incendio en el que murieron los dos padres y su hijo por culpa de un brasero mal apagado.

El hijo de los Aguado se sentó junto al paquete, lo abrió, y llorando como el niño que nunca le dejaron ser, lo abrazó junto a su pecho reventado de tristeza y gratitud. La magia existía. A él también le hubiera gustado tener un camión de bomberos pero los Magos de Oriente nunca llegaron a su casa.