Nadando entre medusas

María Callas: la voz de un ángel sin alas

En cierta ocasión, un periodista le preguntó a María Callas, ya al final de su vida: "¿Qué tres cosas se llevaría a una isla desierta?”. Y la soprano contestó: “Me llevaría a la compañía adecuada”. Entonces el periodista, ante el silencio de ella, volvió a preguntar: “¿Y qué otras dos cosas se llevaría?”. Y ella respondió: “Si la compañía es la adecuada, es posible que no eche en falta nada más”. 

María sabía muy bien de lo que hablaba, pues a pesar de haber sido la soprano más grande de toda la historia, había tenido que sufrir las malas compañías a lo largo de toda su vida. Empezando por la de su madre. Una madre que la rechazó nada más nacer, pues se sintió sumamente decepcionada al ver que María no era el varón que ella esperaba, el que tenía que haber venido al mundo con la misión de sustituir al que había fallecido tiempo atrás por meningitis. Ese fue el primer disgusto que le dio a su madre: haber nacido mujer. El segundo fue no haber nacido tan guapa como su hermana mayor, defecto que su progenitora se tomó también como una insolencia. De ahí que ya desde muy pequeña, empezara a llamarla gorda, fea, torpe y cuantos defectos se le ocurrían para mantener bien baja su autoestima. Es decir: la estrategia más eficaz para conseguir de por vida una hija tan insegura como dependiente. Típica conducta de lo que en psicoanálisis se conoce como maternidad narcisista: la de esa madre destructiva que se caracteriza por ser invasiva, egocéntrica, dominante, posesiva, celosa, controladora, fácilmente irritable y con ese poder de manipulación que le otorga su inagotable victimismo. 

Pero siendo aún muy pequeña, María dio las primeras muestras del don que la naturaleza le había concedido: su angelical voz. Entonces su madre exhibió otro rasgo típico de la maternidad narcisista: servirse del talento de su hija para conseguir sus sueños más ególatras. Gracias a esa voz lírica que ya empezaba a conmover a cuantos la escuchaban, la pequeña niña creyó que por fin iba a convertirse en el centro de atención. Pero, nuevamente, se equivocó. Porque nuevamente fue utilizada para que el centro de atención pudiera seguir siendo su madre. De esta forma, ponerse a las órdenes de ella fue una manera de compensar todas esas satisfacciones que no le había podido dar desde que vino al mundo, debido al hecho de haber nacido mujer, gorda, torpe y fea. Por eso, el hecho de trabajar día y noche los siete días de la semana para desarrollar su talento artístico, se presentó como la gran oportunidad para poder hacer feliz a esa madre que jamás le dio una muestra de cariño. Es decir: una oportunidad para indemnizarla. 

Pero el intento de satisfacerla aceptando su condición de niña explotada, también falló. Porque otro rasgo de la madre destructiva es que resulta insaciable en sus constantes demandas. Con la pancarta se acuesta y con la pancarta se levanta. Porque este tipo de madre no habla: grita. No pide: exige. No aconseja: ordena. No suma: divide. No dialoga: amenaza. Y como es imposible razonar con ella, en vez de negociar extorsiona, y aunque sepa que no tiene razón, en vez de pedir perdón, condena. Complica lo que es sencillo y simplifica lo que es complejo, mostrándose eufórica con los planes diseñados por ella y catastrofista si vienen de los demás. Como tiene la manía de responsabilizar a los otros de su felicidad, le cuesta poco responsabilizarlos también de su sufrimiento. Y como se cree con el derecho de acusar a los otros de todos sus males, esto le sirve para señalarlos como los causantes de todas sus enfermedades. Cuando se calla no es para escuchar: es para ignorar al que le habla, si no piensa como ella. Y antes de que le quiten la razón, prefiere que le corten un dedo. Maneja los sentimientos de culpa con el virtuosismo de un malabarista y el regateo emocional con la técnica de un futbolista. A pesar de su pirotécnica emotividad, no quiere gente que la quiera: quiere gente que la compadezca y la admire, y sobre todo, que la obedezca. Como siempre sabe lo que es bueno, cualquier sugerencia no se la toma como un consejo: se la toma como una ofensa. Su vida es una obra de teatro en la que ella, gracias a su capacidad de dramatización, siempre consigue ser la protagonista. Un papel estelar que sólo está dispuesta a compartir con su enfermedad, la cual le permite tener chantajeados a todos los miembros de la familia. Y lo más inquietante: como carece de autocrítica, si reconoce alguna culpa en ella misma, es la de ser siempre demasiado buena.

Acomplejada, insegura, angustiada y con múltiples carencias afectivas, María Callas asumió esta herencia de su madre para interpretar como nadie a aquellas heroínas de la ópera especialistas en tragedias. Por eso, cuando cantaba, el público sentía que lloraba, y si se le escapaba una lágrima, muchos dudaban de que estuviera actuando. Pero casarse a los 26 años con un hombre treinta mayor que ella, tampoco le libró del llanto. Con dicha infancia, podemos hacernos una idea de por qué María se casó con él, y si tenemos en cuenta la ruina económica que le supuso este matrimonio, podemos hacernos una idea de por qué él se casó con ella. Entre los dos: su marido y su madre (a la que seguía indemnizando) consiguieron que su primera fortuna se esfumara. Quizá por eso decidió que la próxima vez se enamoraría de un millonario. 

Pero aunque el próximo no se quedó con su dinero, le hizo pagar un precio todavía más alto. Cuando empezó su tortuosa relación con Onassis, abandonó su carrera por él para que él no la abandonara a ella. Fue una mala inversión, porque él terminó abandonándola por Jacqueline Kennedy, la exmujer del presidente asesinado. Pero María no sólo perdió a alguien a quien jamás debería haber conocido. Por culpa de esa relación tan tóxica, perdió también su maravillosa e irrepetible voz. Lo que no perdió fue su dignidad. Y lo demostró rechazando a Onassis cuando éste quiso volver con ella, después de que Jackie Kennedy decidiera separarse de él tras enterarse, entre otras cosas, que el magnate le había sido infiel con su propia hermana. A partir de aquí, pensó, si todos los que aseguraban haberla amado, lo habían hecho sólo por su voz, ahora tenía la seguridad de que nadie volvería a intentarlo. De ahí que decidiera encerrarse en su apartamento de París los últimos años de su vida. 

Quizá por eso, antes de morir a los cincuenta y tres años, le confesó a su ama de llaves:

“¿Sabe qué es lo peor?. En todas mis parejas he sufrido la traición, el abuso y la humillación. Y como siempre creí que no nací para ser amada, siempre tuve la necesidad de pedirles a todos perdón. Ahora me he convertido en una isla, para poder ser yo mi mejor compañía. Pues es difícil conseguir que los demás te amen a ti, cuando todos te han hecho creer que no tienes razones para amarte a ti misma”.