La inmortalidad

¿Las inmortales?

Parece que me interesan más los muertos que los vivos. O inmortales, como señalaba Milán Kundera. Sobre estos que no mueren nunca ya reflexioné en mi última columna, aunque hoy me arriesgo a rescatar lo escrito para volver a pensar en torno a ellos. Kundera llamaba inmortales a aquellos que “permanecen tras su muerte en la memoria de la posteridad”, individuos con interesantes trayectorias vitales convertidos en imprescindibles de la Historia.

La memoria colectiva tiene diferentes vías por las que transmitirse, entre ellas, quizás la más consolidada, la vía de la enseñanza reglada, pues a través de la educación oficial una nación determina aquellos acontecimientos y aquellos participantes que deben continuar en el ver y creer en las nuevas generaciones. Así, estas inmortales y relevantes personalidades llegan a formar parte de nuestro saber común, como fruto de lo aprendido en la vida y en la escuela. Echo la vista atrás: repaso mi formación académica desde la infancia, la escuela, el instituto y hasta la universidad. Soy historiadora del arte. Pienso en mi memoria y en la memoria del conocimiento que escuché, estudié, aprobé y suspendí durante largos años. En la memoria de mi educación solo aparecen hombres, es decir, solo aparecen nombres de hombres. Me atrevo a asegurar que ocurre lo mismo en la memoria de muchos de los lectores. También pienso en aquellas personas a las que conozco, cercanas y afines a mí, de una edad similar, o familiares, que con probabilidad compartan esta ausencia del saber. 

En los contenidos de los años en los que me formé académicamente las mujeres quedaron relegadas a un lugar secundario. De niña me preguntaba si es que el mundo fue creado por los hombres, que también crearon las artes, mientras que las mujeres no intervinieron ni contribuyeron en nada en absoluto. Hoy sé que no es así, y que el problema no soy yo ni mi capacidad de asimilación del mundo que me rodea. A la famosísima pregunta de Linda Nochlin ¿por qué no ha habido grandes mujeres artistas? (Why have there been no great women artists?, 1971) habría que responder que sí que las hubo pero nadie escribió sobre ellas.

En una de las principales salas del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía está colgada mi pintura favorita. Ángeles Santos Torroella pintó Un mundo cuando apenas había cumplido los dieciocho años. “Ángeles Santos toca el cielo con las manos” escribió entonces Ramón Gómez de la Serna. No solo este, sino también otros muchos medios de comunicación hicieron eco del descubrimiento de la personalidad y obras de la joven artista. ¿Por qué no he sabido antes de ella? La vida de esta y otras muchas mujeres se vió transformada con la llegada de la dictadura: lavaron los pinceles, doblaron los caballetes y cerraron las puertas de sus estudios. Sus carreras artísticas fueron truncadas y borradas de las páginas de nuestra memoria colectiva, sus nombres tachados con garabatos por las censuras, sus producciones relegadas a un segundo lugar como si no atendiese al interés de nadie; desde entonces, los años han ido sucediéndose. ¿Qué fue de ellas?

Las cosas están cambiando, lo sé, lo estoy viendo, y aún en los intentos de las instituciones y la literatura por rescatar y alzar la voz de estas artistas sigo inconformista. Me entristezco. Kundera decía que los artistas y los hombres de Estado poseían cierta facilidad para acceder la inmortalidad social. No estoy segura de que entre los inmortales kunderianos que conforman nuestra memoria colectiva haya habido cabida para alguna mujer. Seguiré esperando.