Dies irae

La cubertería

La cuchara
photo_camera La cuchara

La burguesía de finales del XIX no se limitaba a comer con cubiertos de plata, lujo, a fin de cuentas, relativamente accesible en un país que había acumulado ingentes cantidades del preciado metal. Sino que, para darle su puntito al asunto, los ponía en la mesa boca abajo. En efecto, se daba por descontado que el anverso de una cuchara estaría grabado con lazos, guirnaldas, conchas… y presentaría un aspecto atractivo. Pero ¿y el reverso? Ahí estaba la clave. Las cuberterías antiguas y buenas tenían las mismas o más decoraciones en el reverso que en el anverso, incluidas las iniciales. Y para que se viera bien (¡ay, humanas vanidades!)  y presumir de cubertería, las ponían en la mesa boca abajo. Una horterada, desde luego, pero no más hortera que el abrigo de Ancelotti (dicho con el mayor cariño y a título de ejemplo) paradigma de esa moda actual de enseñar la marca.

Tal era la cubertería  de mis bisabuelos. Llegó a mí, por peripecias de herencias, trueques y combinaciones inesperadas, en el año 2000. Y disfruté mucho vistiendo los cajones de un aparador para acogerla, impresionante con sus 155 piezas. Estos cubiertos vivieron el desastre de 1898 y la primera guerra mundial. Durante la guerra civil debieron ser muy bien escondidos porque no fueron ni confiscados, ni perdidos. Y eso que su entorno resultaba turbulento. Mi familia vivía en la calle Menéndez Pelayo, 5, de Madrid, entre O´Donell y Alcalá. Unas casas solariegas con jardines, que al sur lindaban, muro de por medio, con otro gran chalet al que llamábamos “de los Arribas”. Y sucedió que en ambos edificios encontraron acomodo dos de los más conocidos protagonistas de la guerra. En nuestra casa se instaló El Campesino,  líder agrario venido a guerrillero, con sus milicianos más fieles. Y en el chalet de al lado, se instaló Líster, general del ejército regular republicano, con sus soldados. 

Se ha escrito mucho sobre las desavenencias entre las distintas facciones y grupos republicanos durante la guerra. Y sobre cómo en esas diferencias, cuando no odios, se cimentó una parte de la victoria de Franco. Todo ello fue verdad. Los milicianos de El Campesino envidiaban a los soldados de Líster y éstos despreciaban a los “agrícolas” que tenían por vecinos. Era frecuente que a través del muro que separaba ambas fincas se cruzasen insultos, luego amenazas y al final, disparos. Una tarde de verano, mi familia y algunos milicianos tomaban el fresco sentados en aquellas sillas de paja, cuando por encima del muro, una bomba de mano proveniente del chalet de al lado, cayó en medio del grupo. Todos quedaron paralizados. Solo “tío Ubaldo”, un vasco marido de mi tía abuela, se lanzó a repeler la granada… Yo le conocí ya tuerto de un ojo y faltándole tres dedos de la mano.  

Mis tías eran más bien feas pero por la noche, los milicianos entraban con linternas en sus dormitorios para comprobar si dormían o se habían ido con la quinta columna. Entre la piel fresca de los veinte años o la dudosa perfección de los rasgos, los milicianos debieron decantarse por lo segundo y mis tías pudieron seguir, intactas, con su soltería. No sin reconocer la gallardía y el noble comportamiento de aquellos combatientes.

No era el caso de los hombres. Mi padre y su hermano tuvieron que refugiarse en la embajada de Uruguay para que no les matasen. Lo que no pudieron hacer sus primos Javier y Álvaro, de 20 y 18 años, que junto a la novia del primero, de 17, fueron asesinados en agosto de 1936. Quizás en otro espacio de estas columnas pueda relatar su terrible peripecia. 

La cubertería sobrevivió a la guerra, atravesó la dictadura, la transición y la democracia. A sus varios reyes y presidentes de la república se sumaron Franco, Juan Carlos I y Felipe VI. Pero el 25 de julio del año pasado, una banda de ladrones entró en mi casa y se llevó todo lo que pudo encontrar, plata incluida. Sin ruido, con magníficas cerraduras universales, los pisos de Madrid son bebedero inagotable para estas bandas organizadas. 

La policía (digámoslo crudamente) no se entera. Ni se motiva, porque las leyes vigentes sacan a los ladrones a la calle en 24 horas. Esa bicoca llamada espacio Schengen les permite cruzar países con maletas repletas de oro y joyas robadas sin que nadie les incomode. Y la subcultura “okupa” en la que nos han instalado, con su absoluto desprecio por la propiedad, hace que el robo (de catenarias, de almazaras, de pisos, de coches, de relojes en sus muñecas…de cualquier cosa) sea un negocio floreciente, gratuito e impune. “La materia ni se crea ni se destruye, solo se transforma” afirmó Antoine Laurent Lavoisier en el siglo XVIII. Que se lo digan a la cubertería. De mostrar su orgulloso reverso en mesas de postín a convertirse en lingotes para uso industrial. Le está bien empleado…por pija.