El cuaderno de bitácora

La clave (II)

En ese ambiente de embrutecimiento social, por distintos actores y factores internacionales, finalmente la contienda civil acabó y, aunque cueste aceptarlo, sí o sí terminaría en una dictadura como fórmula con la que  pulir y refinar a la sociedad para poner en marcha al país. 

Valorando que Paul Preston —quien define y diferencia fascismo, nazismo y franquismo o salazarismo—,  rechaza la calificación de fascista para la autocracia franquista, no importa si fue un régimen militar bajo palio o militar autoritario como definieron Stanley G. Payne y Juan José Linz, o, de haber sido distinto el desenlace,  que en su lugar hubiese sido una dictadura soviética. 

Apenas se diferenciarían en la intensidad de la represión y la profundidad de las heridas que lacerarían al país y al futuro. Prueba de ello son las consecuencias en Polonia, Checoslovaquia, Bosnia, Crimea y el Donbass en Ucrania, aún en la actualidad.

Tras la Transición, en las condiciones dadas y a pesar de las limitaciones concurrentes, y 40 años después de la muerte del dictador y echada a andar la Democracia, será una camada variopinta la que se empecinará en un conflicto dialéctico contra todos y contra todo. 

A los nietos de los que perdieron la Guerra Civil, se le unen los arribistas que en su día medraron en la dictadura y que al cambio de régimen se apuraron en mudar de chaqueta, en muchas ocasiones aduciendo falazmente haber sido sus padres o ellos mismos represaliados —aún admitiendo que el 20 de noviembre de 1975, España era de manera incuestionable sociológicamente franquista—, a los que se suman los que coinciden con el clímax revolucionario de la juventud.  

Un grupo heterogéneo empeñado en utilizar el término fascista para denigrar a quienes opinan distinto, o para socavar a sus rivales parlamentarios, hasta el extremo de haber creado un sentimiento de culpa en el conservadurismo y el liberalismo, del todo ajeno a tal realidad política, calificativo que en este actual contexto está absolutamente anatemizado en Europa. 

Sólo en  España se esgrime con gratuidad. Pero tanto su uso perverso como abusivo, ha llevado a la mayoría de la población a plantearse que aquí no hay paradas paramilitares de camisas negras o azules, vítores ni esvásticas, sino que los únicos desfiles que dan color a las calles son los del Día del Orgullo Gay, el Día de la Mujer, la batalla de flores del martes de carnaval y la cabalgata de Reyes, aparte del Día de las Fuerzas Armadas, celebrado estos cinco últimos años bajo el Ejecutivo del PSOE y Podemos, y más reciente con Sumar, el PNV y Junts. 

La acusación permanente de racismo contra conservadores y liberales, choca con la condena de Estrasburgo al PSOE y Marlaska por torturas y deportación de inmigrantes, mientras Junts reclama las competencias de inmigración para expulsar a quien no muestre pureza de sangre, dejando en evidencia quiénes son los más racistas, xenófobos y fascistas.

Mientras en Madrid, Euskadi y Cataluña se cuece este caldo, en Galicia —y en el resto de la mayoría de España—, rige no sólo un rechazo frontal a los extremismos, sino también a las desigualdades sociales e interterritoriales que provocarían la Amnistía. 

He ahí la clave para considerar plebiscitarias las elecciones gallegas, y la explicación de un resultado con el que el Gobierno Central pugna por eludir, igual que cuando en la Edad Media se echó tierra sobre el llamado “problema gallego”, sólo que en esta ocasión Moncloa no tiene manos suficientes como para tapar con fango tanto agujero.