Cápsulas viajeras

En la inmensidad del Amazonas

Navegamos río arriba en un viejo y andrajoso barco de madera, dejando atrás las luces de Belén do Pará al borde de la bahía de Guájara, para adentrarnos en el alma del Amazonas. Aunque me sentía muy emocionado, mi corazón latía con ritmo pausado, casi lento; tenía los brazos cruzados, miraba con atención hacia la niebla. Llovía, pero el agua no se veía caer entre los árboles y había que mirar por encima para ver la luz. Desde el barco daba siempre la impresión de tener enfrente un gigante de hojas verdes y enormes troncos que se adentraba en el agua.

El segundo piso de la embarcación era el área de descanso del navío. Allí se encontraban los camarotes y redes para dormir. Había cientos de hamacas pegadas unas contra otras que colgaban a lo largo y ancho del barco. Arriba y abajo las ropas flotaban a modo de tendal, las maletas, juguetes, bolsas de comida o cualquier otro tipo de mercancía; microondas, planchas, secadores, lavadoras, se ponían sobre la cubierta entre el gentío. Los diálogos se sucedían constantemente. Todo parecía un caos, pero la verdad es que la vida allí era regida por un secreto orden que no podía dejar de parecerme extraño. Tenía la misma exuberancia de la selva. El hervidero de voces, de gestos, de movimientos insólitos me inquietaba. Era prácticamente teatral, pero en el fondo me producía una especie de placer sosegado. 

A medida que el barco avanzaba pegado a la orilla del río se percibía un indescriptible aroma a selva. Era un eterno recorrido frente a millones de árboles y especies que formaban una pared infinita de jungla. Me dirigí a la proa. La niebla caía afilada. Pegaba fuerte el viento, apenas se veía el horizonte. Bajé al piso de las mercancías, en donde se encontraban los melones, los plátanos, las piñas y las cebollas. Era la misma abundancia que ofrecía el Amazonas. Sentía, entonces, que realizaba un viaje hacia mi interior, con tiempo sobrado para pensar, para cruzar las piernas y respirar en una hamaca. Ahí estaba yo, solo ante el imponente río Amazonas, que regía la vida de la selva.  

Salvo por los espectáculos que ofrecía el río y la selva, el viaje parecía a veces cansón. Las filas para entrar a los baños, que solo eran cinco y siempre estaban llenos, el mal olor de algunos, el agite a la hora de los alimentos, la estrecha mesa donde servían la comida que apenas tenía medio metro de ancho y un gran tablón para sentarse, el poco espacio para dormir, el aliento alicorado y el vómito de mi vecino, en fin… Los seres humanos somos famosos por alterar la paz de la naturaleza y en ese viaje pude evidenciarlo. En contraste, la selva y el río nos ofrecías sus bondades: verdes infinitos, animales amazónicos en las orillas, el canto de aves desconocidas, aguas tan extensas que a veces creía estar en el mar, puestas de sol mágicas, el naranja en el firmamento haciéndome creer por momentos que la selva escupía fuego, que el agua y el cielo ardían. 

Un hombre que recorría el barco de arriba a abajo dando vueltas, llamó la atención de algunos tripulantes. Parecía como si alguien lo persiguiera, pero en realidad no había nadie detrás de él. Huía asustado, mirando atrás como alucinando. De repente alguien gritó: “¡Hombre al agua, hombre al agua!”. El capitán detuvo el barco. Era de madrugada. Se encendió un potente reflector, las luces recorrieron todo, pero no se veía nada. Yo no me había acostado, esa noche en especial no sentía sueño. En cambio, estaba allí intentando comprender la situación.

—No hay rastro. Es imposible que haya sobrevivido. ¡El río se lo ha llevado! — decía uno de los miembros de la tripulación con tal naturalidad, que parecía como si en lugar de una persona se hubiera ido al agua un perro. 

–Sigamos, tenemos un trayecto qué cumplir— agregó el capitán. 

Quienes estábamos allí, o al menos yo, quedamos pasmados. Un hombre había muerto en nuestra presencia y no pudimos hacer nada. Ni siquiera tuvimos la posibilidad de reaccionar. Debíamos entender que en el Amazonas la vida sigue, el río permanece, el camino hacia el interior de la jungla siempre continúa. Además, tales acontecimientos no eran exclusivos de ese barco ni tampoco hacíamos parte de un viaje maldito, como en las películas de terror. Esa noche escuché otros relatos de personas que se caían de los barcos ebrios o poseídos por algún espíritu. De hecho, recordé que quinientos años antes los españoles que conquistaron América se embarcaron en una feroz travesía por el río Amazonas en busca del País de la canela, pero en su lugar muchos encontraron la muerte.

En el navío era fácil sentirse en familia. Durante el día uno podía ver abuelos jugando con sus nietos, madres dando de comer a sus pequeños, parejas, amigos, todos con el anhelo de llegar a Manaos, la capital del Estado del Amazonas en Brasil, para tener nuevas oportunidades laborales. Eran personas humildes cuya fe les daba la certeza de que sus miedos serían pasajeros. Uno podía notar que detrás de su sonrisa se escondían dramas y que todos necesitaban tener esperanza. Por eso, leían la Biblia en las tardes, versículos esperanzadores que prometían una vida mejor o, por lo menos, la salvación de la vida eterna. 

Me di cuenta entonces que el río Amazonas no sólo me daba la oportunidad de explorar y compartir en el barco con otras personas, sino que también me enseñaba que la selva y el río no son apenas un sueño romántico visto desde lejos, sino una realidad insondable donde todo está vivo y cada cosa, bien sea grande o pequeña, tiene que ver con todo.